Bahamonde y el desierto
Mauricio Ostria
En todos sus escritos, Mario Bahamonde se revela identificado con el espacio y el hombre del Norte; en ellos surge toda una filosofía del nortino.
El desierto parece su máxima obsesión: se empecina en la lectura atenta de sus signos, misterios, lenguaje geológico milenario, huellas imborrables que deja en quienes encaminan por él sus pasos, se aventuran en sus entrañas, se empampan en sus laberintos o echan raíces entre los salitrales y las minas.
Se esfuerza por definirlo una y mil veces: "El desierto es un silencio geológico, es la ausencia histórica del ciclo vital, aunque sobre sus piedras y su mudez la vida continúe misteriosamente sumergida entre la arena y la sed".
Lo describe con fiebre de empampado: "Vivimos en una tierra parda, llena de soledad... Es una tierra árida y hosca, donde los arenales se consumen bajo el sol implacable y donde las piedras desolladas hacen reverberar su fuerza calcinadora".
El desierto lo deslumbra y atrae: "Su belleza telúrica, su acariciante lejanía de soledad y su desesperado silencio se adentran en el ánimo del espectador con un vano temor de grandeza".
Por último, se unimisma emotivamente con él: "Todo ese paisaje era como si los ojos se llenaran de una extraña y confusa felicidad. (…) yo estaba dentro del paisaje, mirando con veneración el cuerpo pétreo de las montañas y la masa quieta del agua en medio de esa tranquilidad de siglos".
Por este camino, superando las visiones negativas y ominosas que cargan a la tierra nortina con las tintas más oscuras y terribles, Bahamonde es capaz de descubrir el juego dialéctico de la 'piedra y el pez