Titanic cultural
Andrés Olave
Si tuviéramos que opinar sobre nuestra realidad cultural, esto es, sobre qué clase de cultura flota y se mueve entre nosotros hoy en día, podríamos distinguir, la existencia de dos realidades culturales opuestas.
No es necesario designarlas como la alta y la baja cultura sino más bien (y esta definición es completamente provisional) de la cultura que ahonda en los procesos más profundos del ser y aquella que existe como mero ornamento o diversión para las personas.
Ambas formas de cultura, me parece, se encuentran sintetizadas y ejemplificadas en unas cuantas escenas de la famosa película Titanic de James Cameron. Pienso en el momento después que han chocado contra el iceberg, cuando se reúnen los ingenieros, el capitán y el dueño del barco y mirando los planos llegan a la aciaga conclusión que el Titanic se va a hundir irremediablemente.
Mientras miran los planos hay una comprensión del mundo y su desastre y pienso entonces en Dostoievski, Faulkner, Melville, Gaddis, Kafka. Por otra parte están los músicos que suben a cubierta para divertir a los pasajeros mientras abordan las lanchas salvavidas.
Se ponen ahí, en medio del caos, y hacen como si no estuviera pasando nada. Al final, cuando la debacle ya es incontestable, cuando el barco está todo inclinado y hay muerte y destrucción por donde uno mire, sólo ahí recién los músicos se detienen.
Pero no es para compartir el horror generalizado sino simplemente para quejarse que nadie los escucha. Luego, tras una despedida dudosa, deciden volver a tocar, inútilmente, hasta el fin, sabiendo que su arte no ayudó a nadie, pero al parecer los ayudó a sí mismos.
Deciden seguir con el arte en el vacío, el arte sin público y sin conciencia, emoción leve y agradable, pero sin ninguna trascendencia: la mayor parte del arte que se hace hoy en día a todos los niveles mientras las sociedades neoliberales se vuelven cada vez más metálicas e inhumanas y se hunden en los postulados del imperialismo científico.