Nada de lo que era cierto tiene hoy el vigor de antaño. Nuestros padres y abuelos entraban a un trabajo con la intención y convicción de que saldrían de allí una vez que alcanzaran la jubilación.
Eso es hoy casi imposible, tanto así que hay cambios culturales derivados de aquello. Cualquier joven le dirá que un pensamiento de ese tipo es arcaico e incluso timorato y erróneo.
Pocos pensaban hace apenas tres décadas que sus vidas podrían desarrollarse en cualquier parte de Chile, o el extranjero, o que su casa estaría repleta de productos del Lejano Oriente: China, Japón, Vietnam, Corea del Sur o Singapur, países que estaban en buena parte destruidos a mediados del siglo pasado, tras el paso de la II Guerra Mundial.
Tampoco que sus barrios serían un crisol de países, tal como ocurre en Antofagasta, con peruanos, bolivianos, colombianos, argentinos y españoles.
Sólo hace unos años el hijo de un doctor seguramente seguiría el mismo camino y casi irremediablemente el vástago de un campesino tendría el mismo destino. La incertidumbre y sus posibilidades están en el máximo esplendor.
Por cierto, ese principio ofrece enormes alternativas, ni buenas, ni malas, sólo chances o caminos, con la complicación de muchas veces, determinar nuestros estados de ánimo.
Evidentemente la falta de certezas del mundo actual nos marea, más cuando tenemos por certeza que los cambios seguirán irremediablemente.
Ni siquiera se trata de aceptarlo, sino de saber 'surfear' la nueva realidad que hoy tenemos por delante.
Podemos estar pesimistas, complicados, alterados, nerviosos o bien, tranquilos, desafiantes y disponibles para los nuevos y vertiginosos escenarios.
Ello obliga a repensar incluso la forma en que nos estamos educando y los contenidos que debemos manejar. Las modificaciones del mundo no exigen necesariamente más conocimiento, sino capacidad de transformarse, o reinventarse.
Chile y Antofagasta ocupan lugares especiales en el mundo y ello nos debe motivar aún más hacia aquello. De eso depende nuestro destino.