Las hermosas -no hay otro concepto que pueda definirlo mejor- iglesias del altiplano de todo el Norte Grande se deben contar entre los principales patrimonios de nuestro país, y, por qué no decirlo, de la humanidad.
Desde Arica y Parinacota, hasta nuestra Región de Antofagasta, se desparraman los pequeños y centenarios templos, más antiguos que nuestra propia república, la Revolución Francesa, o el "boom" del cobre y el salitre.
San Pedro de Atacama, Ayquina, Chiu-Chiu, Caspana, Toconao, Talabre Viejo, Talabre Nuevo, Socaire Viejo, Socaire Nuevo, Peine Viejo, Peine Nuevo, Machuca, Catarpe, Cupo, Toconce, Conchi Viejo, Lasana, Ollagüe, Caska y Camar, son algunos de los ejemplos, varios de los cuales recogemos en esta edición de El Mercurio de Antofagasta.
Tales obras, y muchas otras, sobrepasan la religiosidad que les dio origen. Es cierto, ése es su leit motiv, fue parte del legado de la cultura hispana que pobló el enorme territorio americano, pero que claramente se transformó en una cuestión identitaria mucho más compleja que redunda en la construcción de sociedad y personalidad.
Otro bello ejemplo está en el archipiélago de Chiloé, donde las misiones jesuitas se desperdigaron por el territorio, avanzando con su mensaje.
En el Norte Grande destaca el adobe, la madera de cactus, las rocas, la paja; al sur de Puerto Montt, lo hacen el pellín, el roble, y las uniones y ensambles sin clavos.
Tales maravillas arquitectónicas sorprenden tanto como su espectro social; ello explica en buena parte que hoy estén convertidas en hitos turísticos relevantes. Es el mundo moderno.
Lo inquietante es que el cuidado y resguardo de este patrimonio cultural de incalculable valor no esté suficientemente calibrado por todos, especialmente nosotros. Sin duda, debemos exigirnos conocerlas, quererlas y tenerlas lejos de los daños que provocan el tiempo, las condiciones naturales y hasta nosotros.
Iglesias de cuatro siglos en pie, que siguen vivas son un regalo demasiado importante.