Pablo Simonetti habla de su último libro y de su relación con los jardines
letras. "Jardín" es el nombre del título más reciente del escritor nacional que aquí es analizado por su propio autor.
No es difícil imaginar al pequeño Pablo Simonetti a la siga de su madre, María Victoria Borgheresi, acompañándola en su trabajo de paisajista. "Hay una anécdota divertida anotada en un cuaderno que ella llevaba de cada uno de sus hijos: la había acompañado a visitar las obras de un jardín que ella había diseñado y la escuchaba discutir con el jardinero sobre qué planta poner en un sitio en particular. Entonces yo le toqué un brazo con un dedo y le dije muy disimuladamente al oído: 'Mamá, le sugiero cotoneaster'. Tenía siete años, imagínate", cuenta el escritor que acaba de lanzar su nueva novela "jardín", así con minúsculas.
El libro, en un poco más de cien hojas recrea un hecho de su vida: cómo la presión inmobiliaria obligó a su familia a vender la casa donde él nació y eso desarraigó a su anciana madre que quedó sin el refugio que fue su jardín, un lugar que levantó lentamente en el trascurso de casi medio siglo y que la picota despedazó. La novela se levanta con el recuerdo de Juan y cómo afrontó junto a sus hermanos, Franco y Fabiola, el declive de la madre y la pérdida de esa cohesión familiar que a veces impone la muerte de los padres.
Conversamos sobre jardines, interiores y exteriores, y cómo el ojo botánico se puede aplicar al reino de los sentimientos.
-Yo nací cuando mi madre pasó de ser una mujer que cuidaba con esmero su jardín a ser una paisajista y escritora de libros de jardinería. Entre mis cinco y mis doce años, la veía quedarse en el comedor hasta tarde, trabajando en sus libros. Esa imagen influyó en mí tanto en mi gusto por las plantas como en mi dedicación literaria. Ser testigo de su trabajo amplio y minucioso me inspira hasta hoy.
-En literatura, la observación del mundo natural ha sido siempre una fuente inagotable de símiles y metáforas y el jardín es quizás una de las mejores metáforas de la identidad, del espacio propio, del mundo interior. Hay que cultivarlo, cuidarlo de la maleza y la peste, abrir caminos entre su espesura. Pero también es un lugar en el que uno puede pasear dejando que la mente se pierda, observar las plantas y dejar que esa observación permee tu estado de ánimo, es un lugar en el que puedes abandonarte, librarte del juicio ajeno e incluso del propio. Me ha enseñado la templanza: hay que darse tiempo para que las ideas florezcan, para que los dolores pasen, para que las soluciones a los problemas se asienten dentro de tu fuero interno. Ese sentido de la "espera esperanzada", que no tenía cuando joven, me la enseñó el jardín.
-Todos somos víctimas de este orden impuesto: llega una promotora inmobiliaria a comprar todo el barrio donde vive Luisa Barbaglia, viuda de 76 años, a precios irresistibles para la mayoría de los vecinos. Una fuerza superior, la del dinero proveniente de los grandes capitales, arrasa con un barrio armónico, con cincuenta años de existencia, con un hábitat sociocultural acogedor y delicado. La vejez también está amenazada.
El dinero, la conveniencia y lo práctico no necesariamente son prioridades para una persona mayor, que tal vez prefiere que la dejen tranquila en su lugar, abrazada a su nostalgia. Queremos que los viejos tomen decisiones "de mercado", cuando sus prioridades son completamente otras. En cuanto a los hermanos, cada uno de ellos representa una visión diferente respecto de esta disyuntiva y la madre para dar en ese viejo orden patriarcal con la nota de "una buena madre", se desarraiga y pierde una de las cosas más queridas de su vida.
-Soy el menor de cinco hermanos, bastante menor que los demás. Me tocó pasar mucho tiempo con mi madre, crear una intimidad que me acompaña hasta hoy. Siento que la conozco como jamás podría llegar a conocer a otro ser humano, aparte de mí mismo. Ese conocimiento la convierte en un cristal a través del que se puede proyectar la luz de la ficción y así obtener tonalidades diferentes, matices e inclusos nuevos personajes.
Mi madre fue quien me heredó el amor por las artes y la literatura, tenía una sensibilidad excepcional, aunque a veces le jugaba malas pasadas en su relación con los demás. Ella me enseñó cierta jardinería de las emociones, para que pudiera gozar de esa sensibilidad que compartíamos, para que no llegara a convertirme en un paisaje enmarañado y espinoso.