Antonio Rendic, un médico de corazón
un santo para antofagasta
Cuando niña, todas las mañanas pasaba corriendo frente a la casa amarilla de la calle Maipú esquina Latorre, antes de que las campanadas de Liceo de Niñas anunciaran las 8:00 en punto, cuando el portón se cerraba sin que nadie más pudiera entrar. Era imposible no ver la larga fila de personas que esperaban la atención del Dr. Rendic. El Doctor atendía a todos sus pacientes, no daba hora para uno o dos meses más. El sabía que Cristo nunca haría esperar a un enfermo. Era médico de corazón, siempre tenía una sonrisa para todos, un saludo cordial, una caricia en la cabeza para los más pequeños. Él no sanaba sólo el cuerpo, sanaba también el espíritu dándoles a esas personas esperanza, fe y amor, devolviendo la alegría a sus corazones.
El Dr. Rendic no necesitaba exámenes para emitir un diagnóstico, le bastaba sólo con auscultar y escuchar a la gente, y ver a través de su dolor. Su consulta era la de un médico antiguo, con vitrinas blancas llenas de frasquitos pequeños, medianos y grandes, con remedios que él mismo preparaba para dárselos a sus pacientes.
El Dr. Rendic fue un hombre consagrado a su profesión de médico, pero también fue consagrado a Dios como cristiano, como un hombre de fe. Era frecuente verlo llegar a Misa todos los días a las doce. Porque a esa hora tomaba su sombrero y su chaqueta para ir a Misa. Durante el camino hasta la Catedral, numerosas personas lo saludaban, y él se levantaba el sombrero levemente respondiendo el saludo y un movimiento pausado de cabeza, mientras balanceaba su alta figura.
Nunca pensé que algún día yo iba a tener el orgullo de llegar a la casa amarilla de calle Latorre para ser atendida por este hombre maravilloso a la edad de 19 años, cuando ya estudiaba en la Universidad.
Había visto a varios médicos durante unos 5 meses, por una tos persistente que me producía ahogos terribles tipo apnea. Por mi historia médica, me daban antialérgicos e inhaladores, atribuyéndolo a crisis asmáticas. Hasta que una noche fue tan grande que no podía volver de la crisis. Mi padre se levantó desesperado sin saber qué hacer. Y en ese momento tomó la decisión de llevarme donde el Dr. Rendic, con la certeza de que él me sanaría. Cuando lo conocí me di cuenta que las personas lo iban a ver, no sólo porque no cobraba, sino por la fe que tenían en él, por el amor que le daba a sus pacientes. En pocos minutos, le bastó con mirarme para darme el diagnóstico: tos convulsiva. No podía creer lo que me decía, yo pensaba que la tos convulsiva sólo le daba a las guaguas. Él se rió y me dio un tratamiento sumamente efectivo: sacarme sangre de la vena y luego inyectarla en forma intramuscular. Una vacuna muy barata. A pesar de todos los avances del S. XX, ´él buscaba lo más sencillo.
Cuando mi madre se enfermó, a fines del año 92, a la edad de 74 años, con fuertes dolores en las piernas, y temblores que le impedían caminar, mi preocupación de hija estuvo a punto de hacerme caer en la desesperación. En el verano del año siguiente, 1993 tomé la determinación de arrendar la casa donde nací y crecí, para poder asumir el mal de Parkinson que se le había declarado.
El 13 de febrero de ese mismo año, Antofagasta siente la partida del Doctor Rendic. Cuando supe la noticia, sentimientos encontrados se produjeron en mi corazón. Antofagasta perdía a uno de los hombres más buenos que había visto crecer, pero Chile ganaba un Santo. Es así como sentí que era a él a quién tenía que encomendarle la enfermedad de mi madre. Su imagen me hizo poner mis ojos en alguien más grande que él, al recordar su sencillez, su entrega absoluta con los más necesitados. Esto hizo que la fe creciera en mi corazón, y fortaleciera mi espíritu, lo que permitió un reencuentro con Dios, de quien estaba alejada desde hacía algunos años. La ayuda llegó de todos lados y mi madre, de 92 años, aún está a mi lado.
El Dr. Rendic era un hombre que vivía la fe en la entrega hacia los que sufrían, él fue un testigo de Cristo, un Apóstol de nuestro tiempo. Entregó su vida para hacer el bien a sus hermanos. Sólo me queda decirle gracias por todo lo que hizo por nosotros.