En la tierra de nunca jamás que todos cultivamos, están guardadas las tarjetas de navidad especiales que el tiempo fue seleccionando.
Hoy, que vivimos la bruma de estos primeros días del año, las remuevo, para que los recuerdos no se deshilachen y desaparezcan en el aire.
Leí algunas y sentí que me hacían falta. Allí había una cantidad enorme de elementos que se nos han ido entre los pasos del apuro: la letra pequeñita de mi madre y su discurso insumergible, un diseño perdido entre la modernidad, palabras de aliento, las palabras de quien se detuvo para agradecer algo que habíamos olvidado, las primeras letritas pegoteadas de esa hija que hoy está tan lejos. Están allí y podemos olerlas, tocarlas, como si todavía pudiesen llegar otras…
Ahí se condensa nuestra micro historia, vistiéndose de palabras que habíamos dejado atrás, en tarjetas que alguna vez serán vistas como objetos de culto, capaces de guardar lo que la pantalla no pudo, objetos inocentes que viajaron, a veces incansablemente para cumplir con el ritual de la presencia, bendito ritual de los tiempos que ya se alejan como perro avergonzado.
Para las nuevas generaciones, esas tarjetas deben ser una curiosidad, subproducto de la sociedad de consumo del cual nos hemos liberado. Yo extraño las bendiciones y los buenos deseos escritos ahí, firmados, incólumes al tiempo, especialmente de aquellos que ya no están. El universo de discurso, como dicen los letrados, se activa y aparecen las imágenes mentales que se habían ido destiñendo.
Como en la película El gran pez, se juntan todos los personajes, en su dimensión mítica, atravesando los tiempos y los espacios. Están dentro de esa caja, mirándose en las imágenes y los textos de esperanza, de amor, de nunca y de siempre.
Extraño esas bendiciones. Parece que se instituían en un seguro infranqueable de amor protector, energía blanca y buena que ahora se escurre entre los 'me gusta' de los muros pasajeros.