DR. antonio Rendic, corazón croata
Conocí al Dr. Rendic, si mal no recuerdo, el año 1963. Tenía que adelantar mi Servicio Militar para que no coincidiera con el bachillerato que debía rendir al año siguiente. Y como tenía una cierta molestia cardiaca, partimos con mi madre a ver al famoso doctor-poeta.
Luego de examinarme concienzudamente, dictaminó que no era nada grave: se trataba sólo un soplo al corazón; le entendimos que era algo debido a los cambios hormonales propios de los diecisiete años. "Tienes un corazón sano", me dijo. "Un corazón croata". Esto último, con un dejo de orgullo. Y claro, si él fue muy generoso toda su vida, siempre preocupado de los más necesitados.
Al par de meses, fui seleccionado junto a otros 76 jóvenes (éramos el mismo número de chilenos que en la Batalla de La Concepción. ¡Cosas del destino!), a cumplir nuestros deberes militares en las alturas de Calama. Lo que me hizo pasar más de algún temor por si el pronóstico de la medicina estuviera equivocado; en ese caso, habría sido un suicidio hacer el Servicio Militar. Pero, me tranquilizaba, además de las palabras paternales de don Antonio, el haber salvado sin problemas el examen selectivo del médico uniformado (que rechazó a varios otros). Todo anduvo bien en Calama.
REGRESO
Volví con cuatro kilos más. Feliz de ser el primero de mi familia en no hacerle el quite a la leva. Me traje emotivos recuerdos de vuelta a Antofagasta. Escribí allá un poema (que perdí, y que hablaba de sol, desierto y pimientos) y que me hicieron leer en el acto de licenciatura, ante el comandante del regimiento, el coronel Roberto Viaux Marambio, y toda la compañía de aspirantes. Lloramos abrazados con los clases ese día final, los mismos suboficiales que nos habían coscorroneado durante tres interminables, fastidiosos meses, cuando pensé hasta en fugarme. Pero la inercia de la juventud pudo más que los odiados deberes de cada día.
Tuve los galones de simple soldado raso. Sólo me limité a cumplir con el deber. Y le agradecí al Dr. Rendic por su certero pronóstico (a pesar del tedio de aquellos tres largos meses). Llegué a hacer mi 6° año de humanidades (en Letras) a fines de marzo del 64, debiendo ponerme al día con los cuadernos y las pruebas pendientes. Era el "recluta" del curso.
También por aquel tiempo, o un poco antes (¿Qué es el tiempo sino un frenesí?), volvimos a encontrarnos con Rendic. Fue en las tertulias literarias a que invitaba el dentista don Ibar Méndez, en su casa de calle Manuel Antonio Matta 2225, y a las que concurría buena parte de los más selectos intelectuales de la época: Mario Bahamonde (que es quien debe haber dado mis referencias al dueño de casa), Andrés Sabella, Ruperto Tapia Caballero, los esposos Tacussis (Danilo y Frieda), Marina Teresa Castro, Germana Fernández y Manuel Durán Díaz, entre quienes recuerdo. Para mi imaginación de poeta, Antonio Rendic era la estampa viva del Quijote de La Mancha, en versión siglo XX.
Más todavía, al lado de ese Sancho Panza que parecía Andrés. ¿O no? Ensimismado, silencioso, parco de costumbres mundanas, como el dormir y el comer, pensando siempre en alguna aventura caballeresca por la que valiera la pena dar la vida, ese generoso corazón de croata.