Lavandera
Escribo con la autoridad que me da la vida. Nieto de una mujer que "lavaba ropa ajena", mi abuela Amalia halló en las bateas el modo -sacrificado y honesto- de contribuir modestamente al ingreso familiar. Había que encender fuego, para hacer hervir la ropa, con esos detergentes que terminaron por deformar las manos de la abuela. Recuerdo la "Perlina" y la "Radiolina", ambos con alto contenido de soda. Había otro más suave, para la ropa fina, el "Lacón". Todos, mezclados o complementados con la clásica "jabonela", hecha con jabón "Gringo".
Lo recuerdo clarito. Para esas telas finas -gabardina o Palm Beach- mi abuela empleaba el chilenísimo "quillay", corteza que también se usaba para corretear las polillas desde los roperos de antaño.
Para blanquear, la conocida "agua de cuba". Con ella se descoloraba el tocuyo o el brin de los sacos harineros, que se transformaban en abrigadoras sábanas caseras. Y como elemento suplementario, el "azulillo", bolsita que hacía la maravilla de darle albura a la ropa blanca. Todo terminaba con el enjuague y el definitivo "estruje", torciendo las prendas para quitarle la mayor cantidad de agua.
Luego, había que tender la ropa. El patio de mi casa, repleto de sogas, se convertía en una vitrina de prendas ajenas. Un puntal permitía mejorar la altura de los cordeles, para ganar el sol y el viento, acelerando el secado. Muchas veces -con el peso de la ropa húmeda- se cortó una soga, obligando a recoger las prendas desde el suelo y a comenzar todo de nuevo… Y disimular las lágrimas arrancadas desde la rabia.
Mi vieja Amalia complementaba su servicio con el planchado. Ropa rociada, cuellos y puños almidonados. Los niños encendíamos las planchas a carbón de espino y las venteábamos con la intención de apurar el calentado. En el epílogo, avisar al cliente que el trabajo estaba terminado.
Finalmente, había que esperar la paga, la legítima recompensa al lavado de ropa ajena. Esfuerzo que muchas veces, se hizo pan en la mesa de mi infancia.