Perfiles de la ciudad del Ancla
La fisonomía de la ciudad es siempre cambiante. Cada edificio nuevo renueva el "aire" de una calle, de un barrio o de una avenida borrando los vetustos y arcaicos edificios de épocas pretéritas.
El comercio mismo lucha por renovarse y son muchas las "tiendas" y otros establecimientos que modernizan sus fachadas o amplían sus instalaciones.
Pero donde reside todo el orgullo de Antofagasta, es en su mar, de subido color azul, que se abre ancho y acogedor frente a sus costas ribeteadas de rocas; impresionantes farellones de areniscas calcáreas se destacan al norte de la ciudad, dando margen a que se formen a sus pies, ondulantes ensenadas, cubiertas de arenas blanquísimas donde van a morir, con murmullos arrobadores, las languidecentes olas del mar.
Frente a estos farellones milenarios se destaca majestuosa la figura de La Portada, monumento de conchas petrificadas que el capricho de la naturaleza puso allí, para señuelo de la ciudad.
La brisa, suave y acariciante, como el verso de una virgen enamorada, es el primer saludo que el visitante recibe al aproximarse a los bordes de esos precipicios maravillosos y no puede menos que responder a ese saludo posando su vista más allá de sus playas, hacia los confines que muestran el Pacífico en toda su grandiosa majestad.
Antofagasta no conoce el invierno. Su clima es templado en toda estación.
El sol se muestra orgulloso en su cielo. Alcides D'Orbigny, cuando visitó Cobija en 1829, expresó que el mejor clima del mundo estaba en esta zona. Y no se equivocó el sabio naturalista francés.
Motivo de admiración de los turistas, es también el gran Desierto de Atacama.
La sola vista de su vastedad impresiona.
Los crepúsculos y las auroras en la pampa, son cuadros maravillosos de color que ningún pintor podría captar para llevarlos a la tela.
Su paleta no podría darle los matices grana, violeta, naranja y azul de la gama que la naturaleza pone en los cielos pampinos, cuando nace y muere el día.
Enrique Agullo Bastías