Ciudad maldita
No son los países, son las ciudades. Nacemos en ellas. Vivimos en esos emplazamientos urbanos que definen nuestra existencia cotidiana y en la que desarrollamos eso que se llama proyecto de vida. Esta obviedad no es menor. Un país sólo es una entidad administrativa, que tiene por objeto estandarizar ciertas prácticas internacionales del orden republicano moderno. La ciudad, en cambio, es el acontecimiento del habitar cívico o ciudadano, es el barrio, la villa, el micro espacio, la casa hogareña, la calle, el bar, el cementerio. Es inevitable que las urbes estén ubicadas en esa cosa rara, variable, esquiva y no siempre muy delimitada, que son los países. Y fuera de la especulación inmobiliaria, de la locura del transporte y de los desplazamientos e intercambios que en ella se producen, hay un correlato simbólico que la determina. De ahí que los arquitectos (más específicamente los urbanistas) suelen tenerla como esquivo objeto de deseo y como invención utópica. Aunque, por otra parte, son los escritores y/o los poetas los que han hecho de las ciudades un culto de pertenencia y de mágica habitabilidad o, concretamente, se la han apropiado sin poseerla jamás, porque carecen del capital suficiente. Hay un hermoso libro de Ángel Rama llamado "La Ciudad Letrada" en que, si mal no recuerdo, se define desde una mirada semiológica (o de lectura de signos histórico-culturales) esa dependencia escritural, en sentido documental, gráfico y administrativo, que tienen nuestras ciudades latinoamericanas. Desde Tenochtitlán, hasta la Brasilia de Niemeyer, pasando por la ciudad colonial y barroca, hay un trazo que las nombra y las dibuja, que las delimita y las legitima, y las convierte en texto o escritura pública, en archivo notarial, en patrimonio republicano y en plano regulador. Si algo han hecho los poetas es ocupar y cantar las ciudades, gratuitamente, a pesar de pagar costos altísimos en relación a la omisión y al desprecio que deben padecer, muriendo olvidados en sus hospitales o en sus zonas de reclusión. Mi amigo poeta Roberto Bescós escribió un bello libro llamado "La Ciudad Que No Es"; la ciudad a que hace referencia es San Antonio y prácticamente la funda poéticamente, ya que administrativamente nunca lo fue. Otro amigo de la Patagonia tiene toda una saga de Puerto Peregrino, que no es otra que Punta Arenas, recorrida de popa a proa, por un poeta dipsómano llamado Aníbal Saratoga. Otro amigote, Cristóbal Gaete, hace lo suyo con "Motel Ciudad Negra", sobre nuestro Valpo, observado como un registro descompuesto de habitabilidad. En fin, hay muchos títulos en que la palabra ciudad es el eje estructural de una textualidad regida por el signo fundante de lo urbano. O también la alusión directa a los nombres de ciudades. Ni hablar de las canciones sobre ciudades arrasadas o aquellas donde aconteció un quiebre de amor, o donde pasamos nuestra infancia perturbada. Hay otras ciudades que no son tales, me refiero a "los pueblos abandonados", a esas toponimias que sólo son paisaje y que no alcanzan estatuto literario ni escritural. Parte de mi vida escriturosa la invertí en esas locaciones sin estatuto urbano; no puedo decir que no me arrepiento de ello. En ese entonces yo creía en la ruralidad, como posibilidad de una existencia plena, lejos de ese ruido urbano; pero no, la ciudad moderna, como concepto, ya es invasiva y extiende sus tentáculos permanentemente. Ahora mismo está en disputa, más allá de la elección de alcaldes y de concejales (que no dejan de ser importantes); el discurso político quiere apropiarse de las ciudades, porque irrumpió fuertemente la dimensión local en el imaginario público, porque el tema político se ha vuelto menos superestructural, como dinámica propia de su decadencia, por eso prolifera la obsesión y la jerga micro política y micro urbana, y eso que podríamos llamar el ecologismo cívico. ¡La ciudad perturba y mata! Qué duda cabe si lo es todo.
POR Marcelo Mellado*
* Escritor y profesor de Castellano. Es autor de "La batalla de Placilla" .