Miguel de Cervantes Saavedra
A los sesenta y nueve años murió pobrísimo en Madrid, 23 de abril, 1616, Miguel de Cervantes. El mismo día y año, Shakespeare, el genio que se le hermanaba en la penetración humana profunda, entraba, también, a la inmortalidad por la estrecha puerta, en cuyo umbral se rompen la vanidad de tantos fantasmas… Relampaguea el azar y esta coincidencia es de aquellas que conmueven: ¿por qué estas frentes, pares en luz y desdicha, lograron, en el mismo instante, el abrazo definitivo de la buena historia?
Los Números y sus Relaciones, alcanzan hasta el 22. El 23 es un número de más allá, pues el 22 "representa la culminación de lo material y lo espiritual". Después, se extiende el aura inexplicable de estas dos cifras que une, en el siempre fecundo, a Cervantes y Shakespeare, como agavillando a los que supieron avaluar hasta el límite, el alma de los hombres; como no queriendo romper la unidad de trabajo de esos que trazaron la más vibrante biografía de la criatura humana.
Cervantes vive sometido a la quemante ley de contrastes, violencias y sorpresas: su propia existencia adquiere el carácter de una novela de hombre; de la época de los dorados latines de Acquaviva a las amargas veladas de Esquivias, la línea de su sangre palpita en los peores altibajos de la fortuna, y esto sin evocar ni Lepanto, ni las cadenas del cautiverio; sin traer a cuento ni la desventura que le roía, ni las penurias de su trabajo de recaudador, consentido y tierno, de los dineros del Rey.
Son experiencias multiformes que le desgarran, las que le extraen del costado abierto, la sangre con que escribirá sus entremeses y poesías, hasta sacarle, en la prisión de Sevilla, los imponderables arquetipos de su novela mayor: al escribir Cervantes en la cárcel los primeros capítulos de El Quijote, la vida pretendió un movimiento singular: quien pensaba y penaba entre rufianes y grilletes, se libraría de la sombra espesa del olvido humano, por gestarle en condiciones de esclavitud.
Andrés Sabella