Tiempo de amor
Me gustaban el olor del puerto y la luz que iba rizándolo en el atardecer, como a un animal de piel sedosa, cuyos tonos cambian bajo la presión de la mano. El olor de las maderas anclando la visión de los bosques sureños; el olor del hollín y del carbón, del alquitrán y del yodo; la humedad salitrosa que anuncia el suave invierno.
Yo sentía volver la alegría a mi cuerpo. Golosamente disfrutaba del aire liviano, del sol que apuraba el golpe de mis venas.
Y en el puerto, mecido en su red de humos y de cantos, yo amé a Elsa; amé su risa, dulce de morder como una fruta; sus manos persuasivas, sus pies siempre en el camino del amor.
La amaba con ansiedad, comprendiendo que en sus ojos había pensamientos secretos para mí, que en sus recuerdos encerraba episodios que yo ignoraría siempre.
Elsa, cambiante, fugitiva, contradiciéndose, mintiendo a veces, y poniendo sobre mis sienes dos manos pequeñas que adormecían mi pensamiento… Elsa, pueril, demasiado alegre, demasiado segura de dominar, como sí todos los resplandores metálicos estuvieran en ella y gravitarán sobre mi hasta empujarme hasta no sé qué profundidades de agotamiento.
Cabellera negra, labios pintados; cuerpo de playas esbeltas, donde la ola del amor se reclinada sin esfuerzo para cobrar renovada elasticidad; uñas caprichosas, cejas burlonas; piel tensa, pulida; caminos tejidos, apretados, donde se oscurecía la huella del deseo vagabundo.
Elsa, detrás de tus ojos caía la ruina del destino; detrás de tus besos, la ansiedad de morir. Nada más que tu imagen poseía la tripulación de la noche; tu recuerdo dejaba en suspenso al ladrón escondido en las mojadas piedras del muelle.
Burlándote del tiempo, bailarina de las grandes mareas, avanzabas hasta mí, golpeando con tu risa las ramazones de la esperanza. Toda nuestra miseria perseguía tu leve silueta
Elsa niña del puerto, ¡cómo esquivas mi amargura, cayendo siempre en una hora de luz y de placer! Yo te amé, con la tristeza de todo lo que se me escapaba de ti, y sólo tu imagen, sólo tu fugitiva imagen tuve sobre la infinita soledad del mar…
Salvador Reyes