El retrato de la Patagonia argentina herida y solitaria
En "Falsa calma. Un recorrido por pueblos fantasma de la Patagonia", la escritora argentina María Sonia Cristoff perfila el encierro a través de una crónica que funde los límites entre el ensayo y la ficción. Acá no hay espacio para imágenes de postal: la Patagonia es perturbadora y espectral, con habitantes que se mueven a la deriva, girando sobre su propio eje.
Fría, intratable, fantasmal. La Patagonia argentina que la escritora María Sonia Cristoff (1965) perfila en "Falsa calma. Un recorrido por pueblos fantasma de la Patagonia", es perturbadora y completamente alejada de la postal. Un territorio extenso y contradictorio, rehén de la dificultad, que respira como un animal gigantesco y herido. La Patagonia que bosqueja Cristoff es, ante todo, una presencia. Una ánima con una atmósfera aplastante, con habitantes que se mueven a la deriva, tan vivos como fantasmales, como presos de una parálisis, de un embrujo sin sentido.
"Falsa calma", publicada en 2005 y reeditada este año por Alpha Decay, es también el diario de un regreso. Nacida en Trelew (a 1.451 kms. de la capital argentina), la escritora vuelve una década después a la Patagonia para tomarle el pulso al aislamiento de la región, a ese encierro que la hizo escapar a Buenos Aires. En los pueblos que recorre (Cañadón Seco, Maquinchao, El Cuy, El Caín y Las Heras), Cristoff funciona como traductor, filtro y pararrayos de voces tan trágicas como alienadas: un obrero del petróleo que sólo parece estar cómodo en el silencio, una mujer que asegura que la ola de suicidios que afecta al pueblo tiene su origen en que los dueños de la casa de Lotería se inmiscuyen en los sueños de los habitantes o un quiosquero que está convencido de sufrir esquizofrenia y quiere saber cuál es la cura.
Así, el libro avanza como una crónica que funde los límites entre el ensayo y la ficción. La mirada es la clave: luminosa, aguda, tan cruda como graciosa. La autora de "Bajo influencia" (2010) construye un collage con citas, notas de prensa, apuntes de patagónicos, recortes, documentos. También lecturas: desde T.S. Eliot a Borges, o desde "Caminar" (1862) de Thoreau a "El dragón rojo" (1981) de Thomas Harris. El mismo Hannibal Lecter se le presenta a la escritora argentina en una pesadilla, lo que la lleva a hablar del canibalismo de algunas tribus indígenas de la Patagonia, pero también sobre el rol del cronista: más caníbal que observador.
A principios de los años noventa estuviste dos meses en un trabajo como traductora de manuscritos en una estancia perdida en Tierra del Fuego. Leí en una entrevista que antes de eso te sentías encerrada en la academia y en la ciudad. ¿Qué se agrietó en la Patagonia? ¿Cómo se transformó tu escritura?
Creo que la Patagonia en sí no fue tan crucial: me hubiese pasado lo mismo si me iba a Tasmania o a Groenlandia, supongo. Lo que necesitaba era alejarme de todo lo demasiado próximo a la vida académica en la que había estado inmersa durante seis años, estudiando Letras, y a la que todo parecía conducirme también a futuro. Yo intuía que, si realmente quería escribir, en ese momento necesitaba dejar todo eso atrás. Y lo que sí fue crucial en esa temporada fue el encuentro con un material que para mí, lectora únicamente de ficción y de poesía como era entonces, me resultó totalmente transformador: tanto las crónicas de viaje que había en la biblioteca familiar de esa estancia como los diarios íntimos que traduje mientras estaba ahí fueron un encuentro con la no ficción que me permitió repensar ciertas zonas que yo vivía como trilladas en la narrativa que intentaba escribir y también en mucha de la que leía en aquel momento.
¿Qué es lo que más te atrae del aislamiento, del encierro como material para tus trabajos de ficción y no ficción?
Me interesa mucho el aislamiento en cualquiera de sus formas, porque es la plataforma perfecta para que las cosas sucedan, sobre todo, en la cabeza de los personajes. Eso es lo que más me interesa contar: las derivas de una mente. No tanto qué hizo el personaje, adónde fue, cómo terminó la progresión dramática que lo involucraba, sino más bien qué cosas pasaron por su cabeza cuando hizo todo eso, o algo de eso. Qué pensó antes o después, qué conclusiones sacó, qué asociaciones, qué hipótesis; qué recordó, qué temió, de qué se rió a solas; qué se imaginó.
Da la impresión de que "Falsa calma" tiene una especie de biblioteca personal. Como dices en el prólogo, un narrador es ante todo un lector que propaga sus lecturas. ¿Cómo hiciste para ordenar la enorme cantidad de material con el que trabajaste? ¿Hay alguna clave que hayas encontrado a la hora de seleccionar lo que es citable y lo que no?
Es verdad lo que dices: todos mis libros la tienen. Su archivo personal diría. No hay clave, sin embargo. Voy leyendo cosas antes de sentarme a escribir, mientras tomo notas. Me interesa eso de tener alguna hipótesis previa. Para eso es fundamental antes haber leído. Lecturas muy inesperadas: muchas veces ensayos, la mayoría de las veces lo primero que leo son ensayos. Varios. Por lo general no aparecen citados después en el libro: son los interlocutores con quienes converso a la hora de ir armando las hipótesis que manejo en la narración. Luego, a medida que voy escribiendo, la narración misma me va llevando a otro tipo de materiales, de documentos: novelas, manuales, fragmentos de una biografía, páginas de internet, películas, muestras. Después, lo que realmente es citable, lo decido a veces en un primer encuentro con el material: la película en realidad no agrega nada, la novela se me cae de las manos. Entonces eso naturalmente se diluye.
"Falsa calma" es un texto de no ficción coral, donde se pasean varias voces pero pareciera que el personaje central es la Patagonia, sus pueblos y el influjo que ejercen sobre las personas. El lugar como figura predominante. ¿Qué tan fundamentales son para ti las locaciones?
Cruciales. No puedo pensar un relato sin tener claro el lugar en el que ocurre. Que a veces puede ser una región, como acá, o una ciudad o incluso un lugar determinado dentro de una ciudad, tal como sucede en "Desubicados" (2006), reeditado en Chile por Los Libros del Laurel, donde una narradora pasa un día entero en el zoológico, o como sucede en mi última novela, "Inclúyanme afuera" (2014), donde todo transcurre fundamentalmente en un museo de provincia. Los lugares, entendidos como núcleos en los que están en juego tensiones culturales, económicas y políticas, son para mí elementos riquísimos en un relato.
En los capítulos se filtra cierta sensación de incomodidad y ganas de salir corriendo del lugar. ¿Qué tan pesada es la atmósfera de la Patagonia?
El primer capítulo de "Falsa calma" está centrado en ese personaje varado que espera que alguien le traiga algún día la cura para la esquizofrenia, sigue con otro en el que un empleado de una empresa petrolera atraviesa una crisis que lo emparenta con cualquier personaje de tragedia griega y, después de pasar por otros centrados en casos de vidas a la deriva, que giran sobre su propio eje, desemboca en ese capítulo final donde los grados de alienación y de trastorno mental se desatan y quedan girando en el aire, como un continuo sin fin.
El libro también contradice el mito turístico de la Patagonia como un lugar ajeno a dificultades o precariedad, sino que resulta casi terapéutico. ¿Por qué crees que este mito se ha mantenido en el tiempo?
Ese mito se ha mantenido tanto tiempo porque es una construcción creada por la industria turística, que es una de las cinco más importantes de la región. Así que esperemos que no se resquebraje, porque eso significaría pérdida de trabajo para muchísima gente. Lo grave sería que todos creyéramos que esa construcción es la única y es "la verdad": ahí sí estaríamos en problemas.
Hibridez y no ficción
En el prólogo de "Falsa calma" dices que siempre se nombra como moneda de cambio a Rodolfo Walsh cuando se habla del auge que vive la crónica, pero no como referente central. ¿Por qué crees que se prefiere el paradigma de Tom Wolfe o la Fundación Nuevo Periodismo Iberoamericano?
Supongo que porque la FNPI tiene una estructura de legitimación muy bien armada a partir del nombre de García Márquez como marca -¡García Marca vamos a llamarlo en cualquier momento!- y de un sistema de becas y premios y de una serie de profesores entre los cuales hay algunos muy respetables -sobre todo aquellos que, como Rodolfo Walsh, cuando están haciendo periodismo no suponen que están haciendo otra cosa-.
En el prólogo también dices que la propuesta de Tom Wolfe en la antología "El Nuevo Periodismo" (1973) es una especie de sumario de limitaciones, con límites muy definidos.
Miremos ahora lo que le pasa al pobre Gay Talese con su último libro ("The Voyeur's Motel"): lo que surge a partir de ese episodio con el informante que parece que no era tal es un protocolo de disculpas penosas -de su parte, de la editorial, vaya a saber de quién más- y una discusión que finalmente se reduce a testimonios debatibles en sede judicial; no hay ninguna discusión intelectual o artística acerca de las posibilidades del género ahí.
¿Te parece conservadora la escuela norteamericana?
No quisiera hablar de "la escuela norteamericana" porque me parece muy abarcativo y porque además, al día de hoy, no sé qué significa tal cosa, realmente no los sigo, no va por ahí la línea de no ficción que a mí me interesa. Tiene reglas que pueden ser muy respetables pero que a mí no me interpelan en tanto escritora; el periodismo no es mi aire, nunca lo fue. Y si alguna vez lo fuera, si alguna vez me pasara como a Walsh, si me pasara que algún hecho de la llamada realidad me convocara de un modo irrenunciable, entonces seguiría el precepto walshiano de separar bien una práctica (el periodismo) de otra (la literatura). Porque son cosas bien distintas, aunque ahora esté de moda decir que son lo mismo.
maría sonia cristoff explica que sus libros los construye a partir de un archivo personal y una hipótesis previa.
la autora encontró a los personajes de su libro en los pueblos de Cañadón Seco, Maquinchao, El Cuy, El Caín y Las Heras.
En el mismo lugar
"Falsa calma. Un recorrido..."
María Sonia Cristoff
Alpha Decay
256 páginas
Alphadecay.org
Por Javier Correa
"Creo que la Patagonia en sí no fue tan crucial: me hubiese pasado lo mismo si me iba a Tasmania o a Groenlandia, supongo".
Gabriel Díaz
"Me interesa el aislamiento en cualquiera de sus formas, porque es la plataforma perfecta para que las cosas sucedan, sobre todo, en la cabeza de los personajes".
JUAN EDUARDO LOPEZ
Extracto del libro "Falsa Calma. Un recorrido por pueblos fantasma de la Patagonia". Por María Sonia Cristoff
Aunque mi padre nació en medio de la Patagonia, todos a su alrededor hablaban búlgaro: mi abuelo había logrado evitar el trabajo en el petróleo que esperaba a la mayoría de sus compatriotas emigrantes y se había comprado un reducto próximo al río Chubut, donde estaba asentada la colonia galesa, en el cual, con el pretexto de cultivar, se dedicó a refundar su propia Bulgaria. Con el tiempo logró que estuvieran ahí, como clones perfectamente logrados, los animales, los ritmos de la cosecha y de las lluvias, el yogur que hacía mi abuela, las revistas en caracteres cirílicos y los amigos búlgaros que lo visitaban de vez en cuando. Cuando mi padre salía del reducto para jugar al fútbol con los amigos de las chacras vecinas sabía que las reglas eran pegarle bien a la pelota y hablar ese otro idioma que hablaban sus amigos rubios: ya de chiquito se las ingeniaba bien con el galés de potrero. Después volvía a su casa, donde se hablaba poco o se hablaba búlgaro. Un día, cuando mis abuelos calcularon que tendría seis años, lo llevaron hasta un pueblito cercano, Gaiman, y lo depositaron en un banco de escuela. Desde allí mi padre se percató, observando bien a su alrededor, de que muchos, casi diría todos, hablaban un tercer idioma. No se parecía en nada a los que él sabía, y se llamaba castellano.
En su obcecación, mi abuelo se había sumado al proyecto de la patria refundada en territorio patagónico que antes habían intentado tantos otros. Desde emprendedores como Antoine de Tounens -que había querido crear el Reino de la Araucanía y Patagonia en la zona cordillerana- o Luliu Popper -que llegó a acuñar moneda y ley propia en su colonia de Tierra del Fuego- hasta, dicen algunos, los antepasados de los chicos galeses con los que mi padre jugaba al fútbol. Pero la Pequeña Bulgaria de mi abuelo no pudo evitar, como se ve, que se infiltrara en ella el aislamiento, uno de los rasgos más marcadamente patagónicos. Yo de chica, como tantos exploradores europeos en la Patagonia, veía muy bien ese aislamiento: para ellos había significado la posibilidad de extender sus dominios, para mí la de estar en un lugar donde la rutina se subvertía: los horarios, las comidas, los olores eran distintos de los de mi vida cotidiana en una ciudad próxima, y nadie me preguntaba cómo me estaba yendo en la escuela. Fue después, en la adolescencia, que el aislamiento empezó a parecerme, como a los exploradores argentinos del siglo diecinueve, algo negativo. Para ellos había sido la amenaza de lo no dominable, del territorio que se rebelaba a formar parte de una nación incipiente; para mí había empezado a ser lo que me alejaba del país donde ocurrían las cosas, de la gente que quería conocer, de los libros que quería leer. Se trataba de una cualidad que hacía de la Patagonia un espacio trastocado por alguna lógica pesadillesca en el que yo caminaría y caminaría sin dejar de estar siempre en el mismo lugar.