Rafael Gumucio arrasa con la verdad absoluta en cinco tiempos
En "Contra la inocencia", el escritor Rafael Gumucio recopila textos breves en los que arremete contra los vicios de la belleza, la sed por la transparencia, el desprecio por la muerte y los animalistas. "No hay nada más antidemocrático que la idea de que el otro tenga que pedir perdón", dice.
En cinco ensayos breves, el escritor chileno analiza las contradicciones del hombre moderno.
Al pasar las páginas de "Contra la inocencia", el nuevo volumen de ensayos del escritor Rafael Gumucio (Santiago, 1970) publicado por Alquimia, las ideas vienen nítidas, ante todo directas. Con un tono inconfundible, analiza en los cinco escritos breves las contradicciones del hombre moderno. Arrasa con cualquier atisbo de verdad absoluta, de apropiación de la moral y sentimentalismos imperantes en un mundo que parece pensar que la razón está del lado de los bellos, de los simpáticos, de los más humanitarios. Ahí Gumucio funciona como un observador único que perfila las vidas ajenas con tanto desparpajo como la propia. Se expone sin pudor.
En esa dirección, "Contra la inocencia" ataca frontalmente cualquier atisbo dictatorial y parece ser atravesado, como una fibra luminosa, por una frase que dijo alguna vez Nicanor Parra y Gumucio cita en esta entrevista: las personas son un embutido de ángel y demonio. En "Contra la belleza" perfila los horrores y el veneno que puede ocultar una cara bonita; en "Hambre de desierto" refuta la obsesión por la transparencia; más adelante, en "Contra la inocencia" arremete, nuevamente, sobre las contradicciones del animalismo radical.
-¿Cuál fue el punto de partida de "Contra la inocencia"?
-Hace muchos años escribí un ensayo que se llama "Contra la belleza" que publiqué en México, en una editorial chiquitita (Tumbona ediciones). Siempre tuve la idea de que volviera a aparecer en una edición más grande, con otros ensayos del mismo tipo. Son ensayos más largos, morales: la ética como algo estético, como defender a los bellos, a los puros, a los inocentes, dejando de lado a los que son sucios, feos y pobres. Entonces escribí estos ensayos y los fui juntando.
-En "Contra la belleza" dices que para tu generación la belleza ha sido una herramienta política esencial. ¿Cuál es el instrumento clave de hoy?
-Aún es la belleza. Mira a nuestros diputados y senadores. ¿Alguna figura política que no llame la atención? ¿Que sea feo? Podrías decirme que Donald Trump es un tipo muy feo, pero llama la atención. Alguien que no tenga la estética, el gancho visual como símbolo, es muy difícil de encontrar. Es un arma política cada vez más importante. Como uno vivió hace demasiado tiempo en ese mundo pareciera ser normal, pero señores como Nixon, Mitterrand, Ricardo Lagos o Patricio Aylwin, que no tienen ningún atractivo físico, serían inconcebibles hoy en día.
-En relación a eso, tuviste una polémica en torno a la figura de Camila Vallejo después del último Festival de Viña. Dijiste que no habría llegado al Congreso sin ser guapa y quedó la grande.
-¡Quedó la cagada! Yo simplemente quería decir que los comunistas de hoy también usan la belleza como una herramienta política. Lo que no me parece mal. No los juzgo por ello. Lo que sí me parece hipócrita es que lo escondan, o no lo crean o piensen que son distintos. Claro, Camila Vallejo tiene más atributos que su belleza, pero ese es su atributo esencial. Como yo digo en el ensayo, la belleza tiene una ideología, no hay una de izquierda y otra de derecha. Siempre es de derecha, aunque tenga ideas de izquierda como Camila Vallejo. Lo que la belleza resalta es la desigualdad.
-También dices que es muy antidemocrática.
-Si fuese democrática no sería belleza. Lo que uno ama de la belleza es la excepción.
-Cristóbal Briceño, de Ases Falsos, a propósito de una polémica parecida a la que viviste con los animalistas, decía que salía a la calle con los puños calientes, porque pensaba que le iban a sacar la cresta. ¿Sentiste lo mismo?
-No, solo una vez me pasó. Tenía que dar una charla en Londres y una alumna, medio en inglés medio en castellano, porque ya había perdido el uso del idioma, me enrostró lo que dije. Era chilena. Se llamaba Jeanette o algo así. Pero claro, yo no soy tan popular como Briceño, o más bien soy popular en un mundo mucho menos físico que el del rock. Ahí la gente puede enrostrarse cosas.
-Bueno, Briceño también decía que finalmente nadie le dijo nada.
-Lo que dijo Briceño era tan inocente. A mí me pareció tan normal. Finalmente fue decir "oye, yo no sé. No estoy convencido. No sé del tema". Y eso fue indignante, porque justamente la cosa que más indigna de este tipo de sed por la transparencia es que la gente pareciera saber. Y hay gente que, uno no sabe cómo, pasó de no leer ningún sólo libro a saber todo: las diferencias entre el patriarcado y el matriarcado, conceptos de antropología muy profundos que aún se están estudiando en universidades. Sin embargo, hay gente que con una semana sabe. Sobre todo sabe quién es bueno y quién es malo. Que es lo que importa, finalmente.
-Matías Rivas decía en una entrevista que en Twitter se ve plasmado, básicamente, el deseo de funar. ¿Estás de acuerdo?
-Sí, es lo que Houellebecq llamaba la estética de la resbalada. O sea, lo importante es ver si alguien se resbaló. La estética del blooper. A mí me resulta muy raro esto, porque me encanta hablar mal de las personas y criticar, entonces, no tendría moral para juzgar el ánimo funador. Pero esta idea que está tan en boga hoy en día, de hacer lo posible para que una persona sea eliminada del juego, destruirla tanto para que no pueda volver a participar, la encuentro muy antideportiva. Yo puedo considerar que una persona tiene opiniones detestables, pero no creo que esté equivocada, creo que tiene razón en sus ideas. Son ideas combatibles.
-El mismo Briceño dijo que él sentía que la gente quería escucharlo pedir perdón, ¿te pasó lo mismo?
-Claro, eso es todo. Es pedir perdón, decir "te equivocaste". No hay nada más antidemocrático que la idea de que el otro tenga que pedir perdón, porque quizás el otro tiene otra opinión. Yo no le diría a José Piñera que pidiera perdón, porque no tiene por qué, él cree lo que cree, opina lo que opina. Yo encuentro que es un monstruo. Pero no le pido que pida perdón, porque significaría que yo tengo la razón y soy el dueño de la moral. La cosa no funciona así. Lo que pasa es que todo se resuelve de una forma sentimental y no razonable. Tiene que haber un momento en que uno de los dos se quiebre, llore y se disculpe.
-Es muy cristiano eso de que la gente espere que alguien pida perdón y, a la vez, no tengan piedad, compasión, cuestiones también muy cristianas. ¿Por qué crees que se produce esa contradicción?
-Es un circo. Es cristiano, pero también es más bien de reality. Es un espectáculo. Ni te perdonan, ni tampoco te odian realmente. Además, es una amenaza como "si no pides perdón, nunca más te voy a seguir". ¿Y bueno, y si no te siguen? ¿Qué? La amenaza sería que si no pides perdón te vas a quedar solo, aislado en tu casa, desesperado. Llorando.
Comisión Marx
-En "Hambre de desierto" escribes que los políticos son adictos a esa droga que es el dinero de campañas y vienen siendo juzgados desde hace mucho tiempo por su torpeza, pero que no se ha hecho lo mismo con el empresariado, que vendría a ser su narcotraficante. ¿Crees que eso cambió luego del caso Penta?
-Fue la primera vez que cayó un narcotraficante. Habitualmente caen los adictos o los microtraficantes, como Giorgio Martelli, que reciben una mercadería de las grandes empresas y la reparten. Es lo que pasa con la droga: las cárceles están llenas de adictos y microtraficantes. Nunca está el jefe del cartel. Por eso creo que el caso Penta fue interesante, pero no hubo un antes y un después.
-¿Fue una excepción?
-Sí, una excepción. Después nunca más vimos caer a nadie de los grandes carteles.
-¿Crees que fue suficiente?
-Fue suficiente, súper aleccionador y va a lograr limpiar la política durante dos elecciones. Después todo volverá a su orden. Estuvo la Comisión Engel, súper bien, pero a mí me falta la Comisión Marx. La Comisión Engel no me basta. Creo que la regulación, la superregulación y la ultrarregulación no van a cambiar el problema: la acumulación en muy pocas manos de casi todos los medios de producción. Ese es un problema del que derivan los demás. Yo en cierto sentido exculpo a los empresarios.
-¿Por qué?
-Cuando tú eres dueño de millones de dólares y en lo único que topa tu empresa para hacerte más rico son las regulaciones estatales, ¿por qué no vas a comprar al funcionario? La única forma de evitar que lo compres no es poner un superintendente, una ley o que se deje constancia de las reuniones. Eso está bien por un rato. Lo que sería muy bueno es que ningún empresario tuviera el dinero para comprar a ningún político.
Rafael Gumucio
Editorial Alquimia
80 páginas
$9.000
"Contra la inocencia"
Hambre de desierto
La utopía de una sociedad mejor, estructuralmente mejor, ha desaparecido de la retórica que construye "la promesa de la política" para dar paso a la concepción de un mundo que, sin cambiar sus estructuras, mejoraría en términos morales mediante el impulso de la redención ética de cada uno de sus ciudadanos. Cambiar el mundo para cambiar a los hombres era una tentación peligrosa y de muchas maneras imposible, pero ¿no lo es más cambiar a los hombres uno a uno para que el mundo cambie por acumulación de santidad? ¿Cómo se hace eso sin un dios que lo ordene? ¿Cómo hacer para que un mundo guiado por el deseo provea a los ciudadanos, uno a uno, del deseo improbable de ser virtuosos?
El problema hoy nunca es social o cultural o estructural, sino individual. Es quizás esta la victoria más inesperada del neoliberalismo: hasta su decadencia es leída en clave neoliberal. Sus críticas más aserradas han adoptado su visión de mundo, ese que no ve, como decía Margaret Thatcher, más que individuos y familias, o que cree, como Reagan, que el Estado no es parte de la solución sino la esencia del problema. El anarquismo de derecha y de izquierda, unidos en la idea de que la sociedad es un crimen, ha pasado de ser una idea juvenil o senil a convertirse en una idea de edad y clase media. El hombre que depende para casi todo de la sociedad, el contribuyente, el burgués siente que no tiene nada que ver con el vecino que se viste y come lo mismo que él.
Mejorar al hombre resulta tan imposible, tan peligroso, que se termina por concluir sin dificultad que el problema es quizás el hombre mismo, el hombre en sí, cualquier hombre, todos los hombres. La idea de que el hombre es una plaga, y la humanidad el peor enemigo de la naturaleza, ha pasado de ser una transgresión filosófica a ser parte del sentido común. Un sentido común que se siente individualmente inocente de todos los crímenes y colectivamente culpable de todos ellos.
Así, el descontento de ese hombre medio hacia las instituciones y sus representantes contrasta con la satisfacción con respecto a su familia y su hogar. Tener problemas personales es algo que le resulta inaccesible. No ha dejado de tener problemas personales, pero se le hace de alguna forma deshonroso e inútil decirlo en público. Es el señor feudal de su reino. Los problemas que tenga dentro de su castillo son suyos. Ha dejado de esperar de la sociedad ayuda, tampoco aguanta consejos. Ha dejado de ser, y de querer ser, un ciudadano. La obsesión ultracontemporánea por la corrupción política siempre termina por denotar cierta nostalgia en torno a un orden anterior a los sistemas de representación democrático-representativos, donde un individuo cualquiera pudiera llegar a ser presidente. Se añora, sin poder decirlo, el mundo feudal en que el poder y la fuerza eran una sola cosa, en que de alguna forma el amo parecía haber nacido para mandar.
¿No es esta dimensión de lo político lo que finalmente resulta imperdonable, que alguien que no es mejor que uno, que tiene dos piernas, dos brazos, deseos y pesadillas semejantes a las mías, pueda finalmente llegar al poder? El diputado, el senador, el presidente amanece de un día para otro con una casa con piscina, dos o tres autos en vez de uno, una serie de amigos nuevos que le dan consejos y pasajes para ver sus minas, industrias, sedes centrales, acciones vendidas y compradas en Nueva York y Hong Kong. A finales del siglo XX y a comienzos del XXI, esa transformación, ayudada por el matrimonio incestuoso de la política y la empresa, se hizo directa y evidente hasta el descaro más desfachatado. El centro del problema, que era y sigue siendo la compra y la venta de leyes y legisladores, fue sin embargo desplazado a la vida personal de los políticos, a sus amantes, a sus jets privados o no, a la súbita metamorfosis de sus cuentas de ahorros. El político, adicto a esa droga que es el dinero para sus campañas, ha sido juzgado antes y mucho antes de que se haga lo mismo con el narcotraficante que alimenta su vicio: el empresario?
El comportamiento del político es, como el de todos los adictos, una muestra de debilidad, vergüenza, cinismo y torpeza. Verlo hacer el ridículo por una dosis más no nos debe dejar olvidar que el fuerte, que el peligroso sigue siendo el otro, el que le provee su droga. La palabra "corrupción" no nos remite en nuestra red de significados al territorio de la ley o del crimen, sino que más bien se refiere al de la teología. Los ángeles -y no los hombres- son los que se corrompen en el relato bíblico. La obsesión periodística por la corrupción, en este sentido, nace de una visión "angelical" del poder político. Según esta mirada, sin base alguna sostenida en la realidad, el Estado es un ser divino, un estado de gracia, y el hombre público debe ser, por tanto, un ser de luz, un servidor del bien absoluto que, tentado por el diablo, cede y termina por caer en las redes del mal, por lo que gana automáticamente un ticket directo al purgatorio, es decir, a las primeras páginas de los periódicos.
Por Javier Correa
alfonso gonzalez ramirez
"Si la belleza fuese democrática no sería belleza. Lo que uno ama de la belleza es la excepción".
"Puedo considerar que una persona tiene opiniones detestables, pero no creo que esté equivocada".
Fragmento de "Hambre de desierto", uno de los cinco ensayos que
componen "Contra la inocencia". Por Rafael Gumucio.
"Mejorar al hombre resulta tan imposible, tan peligroso, que se termina por concluir sin dificultad que el problema es quizás el hombre mismo".