Plaza Colón, 6 de febrero 1906
El sol era una naranja perfecta en el horizonte. La situación política obligaba a extremar las medidas agitativas. El pueblo sentía la responsabilidad que pesaba sobre sus hombros. En los muelles amanecían carteles contra el gobierno. Las calles sorprendían con audaces dibujos de hoces y martillos. Y los trenes de carga traficaban escritos de consignas.
Los camaradas aguardaban dispuesto por el centro de la ciudad.
En verdad, no se trataba de pelear. Se pretendía abofetear con gritos los atropellos que se inferían al proletariado. Las calles se veían convulsionadas. La policía no esperaba estos encuentros.
En una esquina, se juntó un grupo que comenzó a avivar al Partido y a la Revolución. Los transeúntes se hacían a un lado. El mitin llenaba de palpitaciones las paredes, los vidrios, los balcones. El nombre del Presidente se arrastraba por los suelos
Llegaron soldados en raudos camiones. Los garrotazos se desplegaron ágiles. Los obreros se disolvieron. Gritos aislados rayaron el crepúsculo.
Se organizaron otros mítines. La policía se multiplicaba. Las calles zumbaban repletas de inquietud. Los ¡vivas! zigzagueaban, como pájaros invisibles. Por una calle próxima creció un rumor de multitud, que traía una bandera roja y cantaba "La Internacional". Los carabineros no tardarían en colocarse al frente, y sería preciso avanzar algunos metros más con el clamor revolucionario. Es la noble masa que desafía a los carabineros y a las pezuñas de plomo de sus caballos, clamando por la pureza de su pan.
La multitud agita la bandera y sus pulmones retumban. Las casas se estremecen. Las puertas y las ventanas bajan sus párpados. Aparecen los carabineros. Comienzan los bastones de luna a descargarse con furia. Los hombres se dispersan. El que portaba la bandera cae entre las patas de un animal. La bandera apresura la sangre del día y de los obreros. Un carabinero asestó un golpe. Un grito. Se gime. Los hombres caen. A la distancia, gritos...
Hay sangre en las veredas. Antofagasta sabe, entonces, a eternidad madura.
Andrés Sabella