DR. ANTONIO RENDIC: SEMBLANZA DE UN ÁNGEL
¡Vamos viendo que lo trae hasta aquí a mi compadrito!
La voz inolvidable de este señor médico, de gran envergadura física, se ha quedado grabada por siempre, desde mi primera "visita", como niño de casi cinco años de edad a su humanitario consultorio, de la calle Latorre esquina Maipú.
-Redundancia en mi recuerdo- Su voz con tonos catedralicios, tenía esas tonalidades llenas de amor al prójimo, que nunca se olvidan.
Aunque seguía aferrado a la mano de mi madre, quien me condujera a la presencia de este gran médico de nuestra ciudad nortina, llegaba hasta mi alma de niño una paz absoluta brotando de todo su ser, con la blanca magia que sólo los predestinados a realizar el bien poseen.
-Lo traigo por una extraña purulencia que atacó sus ojos hace días atrás- rompió la magia del sublime momento, mi madre, con tono quejoso.
- Tranquila, mi Juanita- se dirigió a ella con gesto muy amable. El Dr. Rendic, mientras se inclinaba hacia mí, desde su grande y vertical estatura.
Pese a mi muy desmejorada visión, no pude dejar de captar una sonrisa en su muy amable rostro, que acercaba para investigar tal dolencia.
Minutos más tarde salíamos rumbo a una farmacia, con el diagnóstico preciso para mi futura y segura curación.
-Es un ángel - repetía y repetía mi madre - sólo un ángel puede ser como es él.
Empuñando en su mano la receta recién entregada gratuitamente por don Antonio Rendic, como banderín de lucha ganado a la cruel adversidad de una posible ceguera, dejábamos tras nuestros pasos un sinnúmero de pacientes esperando en fila muy ordenada la segura atención de este gran médico nortino.
Años. Muchos años han transcurrido desde ese entonces tan aciago en mi vida. Momentos imposibles de olvidar.
Una vez recobrada la visión, mi padre, pescador al igual que yo, de la muy antigua Caleta de calle Bolívar, no se cansaba de enaltecer tal suceso de curación logrado por el gran médico y varias veces al mes me mandaba a su casa con un sartar de tomoyos amarillos-naranja, manjar predilecto del Dr. Rendic. Todos estos pescados, religiosamente limpios, porque según mi padre, no era cosa de arrebatarle su precioso y sagrado tiempo para la gran cantidad de enfermos que atendía a diario.
Esa rutina era más que un pequeño obsequio, era una devoción para retribuir con religiosidad a quien salvó su vista, permitiendo que hoy pueda escribir estas someras líneas, para así recordar a un ángel que iluminó nuestra ciudad.
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