Donde está tu corazón, está tu tesoro
En 2007 murió mi padre. Días después de enterrarlo, y antes que mi hermano mayor regresara al país donde vive con su familia, nos juntamos los hijos con mi mamá en la casa en que crecimos y donde mis padres siempre han vivido. Nos reunimos en el escritorio de mi papá en un ambiente distendido y con mucha paz y agradecidos por el progenitor que tuvimos. Fuimos abriendo uno a uno sus cajones y revisando sus pertenencias mientras que con nuestros recuerdos recorríamos su vida. Su biblioteca y escritorio es un cuarto tapizado de libros y algunos instrumentos científicos, herramientas e inventos. Las cosas de mayor valor comercial que hallamos, además de sus aparejos de ciencia, fueron algunas ediciones de libros muy antiguos y valiosos, una moneda de oro y un poco de dinero nacional y extranjero. Todo el resto, sobre todo sus inventos, tienen un valor incalculable sólo para nosotros.
Después de intrusear todas sus pertenencias nos abocamos a abrir la caja fuerte. Ésta era de regular tamaño y estaba disimulada dentro de un armario. Allí estaría guardado lo más valioso y que merecía estar protegido a prueba de robos e incendios. Después de muchos intentos, logramos abrirla. Fue un momento de expectación cuando giramos y tiramos de la palanca y chirriando giró la pesada puerta.
Nuestra sorpresa fue aún mayor cuando conocimos cuales eran los tesoros de mi papá. La caja fuerte contenía diversos mechones de pelos de cuando éramos niños, cada uno amarrados con una cintita de género y un papel en que decía el nombre del hijo y su edad. Había una bolsa con los corchos de las champañas destapadas en cada uno de los bautizos de sus seis hijos y todos con su respectivo papelito que explicaba a quién pertenecía y la fecha. Había cartas nuestras, dirigidas al "Ratón Perez", saludos de cumpleaños o navidad, y viejas cartas de mi madre expresándole su cariño y contándole noticias de sus hijos mientras él andaba en algún viaje. Esas eran las únicas riquezas de mi papá y que guardaba bajo llave como lo más preciado de su vida.
De alguna manera esta fue la última lección que nos dio nuestro quijotesco padre, no sólo a sus hijos sino que a todos quienes lean éste artículo. Pues viviendo en una cultura del consumo donde nos afanamos por tener más y nos vamos llenando de objetos que al final terminan siendo ellos nuestros dueños. Donde nos hacen creer que somos más si tenemos más dinero y por ir tras de él, empobrecemos las relaciones de quienes más queremos. Nos vamos rodeando de comodidades que nos confortan pero que también nos van dejando laxo nuestro espíritu. Y nos encandila el oropel del lujo que opaca la sencillez del honor y de los valores. Así de confundidos no podemos percibir que tarde o temprano cuando venga el inexorable recuento de nuestra vida, constataremos que nuestro verdadero y único tesoro no eran las cosas que hemos comprado sino que sólo las personas y los momentos que nos regaló la vida y que supimos gozar y aprovechar.
Sacerdote
jesuita
Felipe Berríos