Madrid, 19 de noviembre de 1936
La verdadera matanza empezó el día 16. En la Puerta del Sol, una bomba alemana de 500 kilos abrió un agujero que dejó a la vista los raíles del metro sembrados de cadáveres. Desde entonces y hasta que mi jefe me mandó a casa a dormir, los bombarderos no habían cesado, ni de día ni de noche.
-No quiero verte por aquí hasta las ocho y media -cuando estaba a punto de replicar, levantó la mano en el aire-. Vete a tu casa y métete en la cama. Es una orden.
A las dos de la mañana del 19 de noviembre de 1936, llevaba casi cuarenta y dos horas encerrado en el hospital de San Carlos. Había dormido un rato en un catre de la sala de guardias y había bebido litros de café. Lo demás había sido el infierno.
Cuando me quité la bata húmeda y sucia, empapada de manchas de sangre de muchas personas distintas, había perdido ya todas las cuentas. No habría sabido calcular cuántos miembros había amputado, cuántas heridas había cosido, cuántas veces me había visto obligado a decidir entre dos cuerpos destrozados para regalarle a uno -vamos, que yo creo que a esta la sacamos adelante- la vida, para darle a otro- a este lo dejamos, que no hay nada que hacer- la muerte. Al final, ya ni siquiera me acordaba de bajar el volumen de mi voz antes de emitir el veredicto.
Estaba tan cansado que no llegaba a percibir mi propio agotamiento, pero no tenía sueño. Me sentía misteriosamente despierto, como si me hubieran brotado un par de sentidos de más, capaces de suplantar a mis antiguos nervios para sumergirme en una vigilia insana y amarilla. Mis ojos percibían un resplandor apagado, imposible, nimbando los contornos de todas las cosas, mis oídos distinguían un eco en cada sonido, mis pies avanzaban sobre el suelo como si flotaran, como si nadaran en un estanque turbio, entre vapores de agua caliente. Todo era lento y frenético a la vez mientras seguían llegando cuerpos, y más cuerpos, y otros cuerpos destrozados, sus dueños a veces conscientes, otras no, y casi todos lloraban en silencio, con los ojos muy abiertos. Esos eran los peores, porque presentían que iban a morir, y eran pocos pero eran muchos, eran tantos para ser tan pocos, nosotros tan inútiles para salvarlos, que a veces se me olvidaba todo, quién era yo, qué hacía allí, qué nos estaba pasando. Hasta que veía una posibilidad, un cuerpo casi entero, un corte limpio, un rosario de heridas de metralla, aparatosas pero superficiales, y entonces, en un instante, me acordaba de todo, vamos, deprisa, que con este podemos…
-Te lo digo en serio, Guillermo, así no me sirves para nada. Lo único que nos falta es que te desplomes y te abras la crisma. Házme caso, por favor.
El último de aquella noche era un niño grande, un muchacho de trece o catorce años que había llegado sin pies, la pierna derecha reventada justo debajo de la rodilla, la izquierda hacia la mitad del muslo.
Adelanto del libro "Los Pacientes del doctor García" (Tusquets Editores), de la escritora española
Almudena Grandes. Páginas 27-28.