Variados análisis dan cuenta que el triunfo de Sebastián Piñera fue especialmente el triunfo de la moderación, basado en una más precisa lectura del chileno de hoy, particularmente del centro, aquel que no está atado a una tienda política o ideología y puede moverse con mayor libertad entre una y otra oferta.
Pero es bien evidente también que la sociedad nacional está fragmentada, de modo que los apoyos se pierden de manera rápida dependiendo de la satisfacción de demandas. Solo así puede entenderse el resultado de las últimas cuatro elecciones que han tenido como protagonistas a Piñera y Michelle Bachelet.
Vale decir, estamos en presencia de un elector menos prejuicioso, pero más impredecible, complejo y consciente que puede actuar tanto como ciudadano, como con lógica de consumidor. Y la política, a ratos, ha caído en esa trampa de suponer que también es una especie de bien de consumo, donde la mejor respuesta a las demandas es la que puede garantizar el éxito.
Cada vez es más difícil gobernar Chile, por esta realidad, por la desconfianza existente y la mínima o nula pedagogía hecha por las autoridades, por la clase política, por quienes tienen un tribuna, en torno a lo que es hoy Chile y cómo y cuánto ha costado conseguir este desarrollo.
No somos de los países más ricos del planeta, pero tampoco de los más pobres; sin embargo, hasta hace poco más de una generación, allí estábamos, entre las naciones más deterioradas de América Latina. Con indicadores que hoy serían inaceptables en pobreza, salubridad, empleo, conexión al mundo, educación, oportunidades, entre otras.
Eso se olvida y debe ser recordado.
Lo mismo, los factores que han hecho posible tales avances: el modelo político y económico, que ha traído paz social, inversión, con certezas jurídicas y convicción de un camino. No hay fórmulas mágicas al respecto; los triunfos no se logran por decretos, sino por tener una clase política e instituciones robustas que tengan convicciones elementales.
Hay mucho por corregir, por cierto, pero veamos claramente lo avanzado y no nos extraviemos en discusiones sin sentido, o discursos con poco contenido.