Los despachos
Cuando hablo de los despachos, los jóvenes ríen, me miran con un cierto dejo de burla, con un claro no sé qué jugando en los ojos pícaros. Es lo mismo cuando digo: portillo, refajo, chipipe. Se ríen. Son términos pasados de moda, dejados de lado o de cuando las culebras andaban con chaleco, ¿vetustos?, qué es eso, ¿se come?.
Los despachos fueron reemplazados deslealmente por los inmensos supermercados. Claro, guardando las distancias, porque eran pequeños, puesto que abastecían apenas a varias manzanas a la redonda, incluso sin abarcar a toda la población. Estos boliches eran la sal y pimienta de la vivencia chilena.
Estaban constituidos por una pieza grande, un mostrador, lleno de frascos de vidrio con chascones, calugas, melcochas, con su balanza pata de gallo, un armario hasta tocar el cielo adosado a la pared, repleto de conservas, paquetes de perlina, monitos meones, cordones para zapatos, trenzas de ajo, pinches, peinetas, crema lechuga y un cuantuai, colgado en mayúsculo enredo.
El bolichero, bachicha, coño o turco, no era tacaño ni botarate, vivía en paz con los vecinos. Vendía, anotaba en la libreta lo fiado, argüía contra los que no pagaban, y se desquitaba rapiñando unos pocos gramos al kilo.
Otra pieza hacía de bodega, maremágnum de cajones, cuarterolas con aceitunas de Huasco Bajo, sacos con huesillos, nueces, higos secos de Huasco Alto, verduras, arreos de huasos, martillos. ¡Qué memoria, para saber el lugar de cada cosa!
Era lo más natural que vendieran un alfeñique y luego un juego de herraduras o medio metro de percala y de pasada, un octavo de salchichón de jumento, sin olvidar dos chauchas de aceite en botella de pílsener, llenada con la bomba manual.
Tiempo pasado, romántico, plañidero, que se escapa por la comisura del ayer, lejano, que no puedo olvidar, porque de repente, sin que lo busque, se me aparece ese molinillo rojo, de volante, triturando café y siento que es mi tiempo el que se muele para no volver nunca más.
Juan García Ro