Abuelita Delfina Tello
Miro el calendario y descubro el 26 de noviembre. La fecha se levanta, allí, sobresaltándome. ¿Por qué esta inquietud, esta especie de soplo de nostalgias contra mi corazón? No demoro en recordar que, cuando en mi infancia feliz llegaba este día, la casa se encendía de júbilos y parabienes: ¡era el día de Abuelita Delfina, la abuelita minera!
Abuelita Delfina falleció en 1937, después de vivir una existencia en que se confundieron caminos y esperanzas, hijos y sabidurías. Casada a los catorce años con mi abuelo Antonio Gálvez, recorrió con él las aventuras del minero y aprendió a dormir en tierra dura, enseñanza que me comunicó cuando -a la muerte de mi madre- fui confiado su tutela:
-Dormir en el suelo es confiarse a la tierra- repetía.
De hombre, medité en su consejo: de la tierra venimos, sobre ella avanzamos a su regazo, para confundirnos con su entraña. Somos tierra, nada más: tierra que piensa y que, de súbito, callará para perderse en el infinito silencio.
Echado a su lado, en las siestas que disfrutaba en el suelo del salón, Abuelita Delfina fue henchiéndome de historias del Desierto de Atacama, de la sacrificada lucha de estos hombres, quemados por dentro y por fuera, vencedor de la sed y la puna. No demoré en enorgullecerme de ser hijo de estas sus huellas y en comprometerme con sus piedras.
Mi abuelita Delfina, que asoleó su corazón en las mañanas de Choapa, púsome, majestuosamente, aceite de lámpara minera en las sienes: fue, según testimonio de mis tías Delia y Martina, algo imprevisto que se le ocurrió el día de mi bautismo:
-Para que sueñe como nosotros, los mineros …-explicó, enseguida, majestuosamente.
La ley de su vaticinio me permitió conversar con los metales de Chile, que "viven hablando, en las bien templadas profundidades"
No estaba yo a su amparo, al fallecer Abuelita Delfina. Me contaron que cerró los ojos, con tranquilidad, rezó en voz bajita,ya casi perdida entre la vida y la muerte, y le dijo a Tía Martina, su hija mayor, en sereno adiós de andante del azar:
-Este camino es el más largo, mi hijita: Antonio debe estar, por allí, esperándome…
A. Sabella, El Mercurio, 26. 11. 1987