Clavos para añorar
"Vuelvo vencido a la casita de mis viejos" -me susurra el tango al oído. Camino por las mismas piezas donde viví mi niñez/infancia/juventud y me encuentro con esas señales que el tiempo no ha logrado destruir, aunque se han hecho notables arreglos, mejorando la calidad de vida de mis familiares, que aún tienen el privilegio de habitarla.
Reconocí algunas cosas que volvieron a ser familiares y me llenaron la memoria de emociones. Desconocí otras, obviamente.
Pero en el patio, aún permanece "el clavo del pescado". Como en todas las casas de antaño, había un clavo donde se colgaban las colleras de jureles para pelarlos. Era tarea de hacer en casa y se cumplía con esmerado afán. Cientos de jureles, cabrillas, toyos y dorados, pendieron de ese clavo incrustado en la pared, mientras se les descamaba o se les arrancaba la piel a tirones, pero con ciertos niveles de maestría.
Pendiendo de una viga, oxidado pero vigente aún, el clavo en que por años estuvo colgada "la carnicera", especie de jaula de malla muy fina, donde se guardaba la carne. No había refrigeradores en aquel tiempo y -en la mayoría de las casas- las carnes quedaban a buen recaudo, evitando la frecuente amenaza de los gatos. Recuerdo que allí estaban los "bisteques" para el día siguiente y los huesos para la cazuela, expuestos al aire, que contribuía en cierta manera a conservar esos apetecidos trozos.
Y en el mismo lugar de siempre, en lo que fue el dormitorio de los abuelos, el clavo donde estuvo el "irrigador", con el que la abuela nos hacía "lavativas", cada vez que teníamos "sucio el estómago".
¡Cómo me abordan las emociones, cuando vuelvo a la casa de mis viejos…! Ya no están los vecinos y escasean los amigos. Seguramente, me está esperando allá, en el lugar del reencuentro eterno. Me llevan la delantera, qué duda cabe. Mientras tanto, no dejo de atesorar aquellos lugares que me vieron crecer, a los que regreso cada vez con más canas y profundos surcos en la piel.
Andrés Sabella
Jaime N. Alvarado García