Diciembre tiene la marca inevitable, para el mundo cristiano, del nacimiento de Jesucristo, fundador de una de las religiones monoteístas más relevantes en dos mil años de historia reciente. Sin duda se trata de un credo que ha definido la cultura occidental y que explica buena parte de lo que somos al ser herederos de un modelo que sobrepasa las creencias de fe.
En esa lógica -seamos o no activos en ello- siempre conviene destacar el mensaje más profundo del cristianismo, cual es el amor al prójimo.
La frase es profunda y probablemente puede resumir los más altos logros que un ser humano podría tener: primero conocerse, es decir, entenderse para superarse y sobre eso amarse. Al tiempo, replicar ese ejercicio con el resto de quienes nos rodean, incluyendo a nuestros propios enemigos, dice el Evangelio.
El mensaje tiene más sentido en los días que vivimos, de tanta división y tan determinados por el consumo como el hecho que parece el más relevante para nuestra sociedad. El mero consumo no es ni puede ser el factótum de nuestras existencias, sin embargo lo es para muchos, aunque apenas funcione como una suerte de anestesia de las complejidades.
Navidad y el final del año siempre nos ofrecen esta oportunidad de pensar en estos desarrollos, en lo que somos, lo que hemos hecho, lo que nos define y lo que deseamos erigir en adelante.
Más sentido puede tener este mensaje en Antofagasta, una tierra tan marcada por los extremos: La aridez y la vida, el desierto y el mar, la costa y los cerros, los cielos límpidos, el éxito de la minería y los campamentos colmados de muchos inmigrantes.
El mundo y la sociedad se compone de esos factores tan disímiles, pero que sumados habilitan una realidad tan compleja como rica.
Lo bello de lo anterior es que observar esas diferencias nos hace más plenos y nos colma en lo espiritual, cuestión que no llena el consumo o la vida fácil y rápida de estos días. Debemos repetir: hay una profundidad en un mensaje que ha sobrevivido 20 siglos, pero que no hemos calibrado en toda su propiedad.