Antofagasta y las epidemias
"Entre 1904 y 1922 más de 1.500 personas fueron atendidas por la viruela, más de 1.000 por la peste bubónica. Otros (as) enfermaron por difteria, por alfombrilla y uno por lepra". José Antonio González Pizarro, Escuela de Derecho UCN
Vivir en el desierto, aunque sea en la costa, supone asumir más riesgos que otros paisajes. Antofagasta casi fue bautizada con la adversidad. En 1872 los vecinos de Antofagasta debieron hacer frente a la epidemia de la viruela. El municipio, asesorado por los médicos existentes, trazó una política sanitaria: separar a los enfermos comunes, de aquellos que estaban afectados de epidemia y cuya morbilidad era más grave para la sociedad. Los primeros fueron atendidos por el Hospital del Salvador, fundado en 1872, y los segundos destinados al Lazareto, establecido por la misma fecha. Una medida muy funcional hasta el día de hoy.
El fenómeno de las epidemias, va unido a dos variables que perfilan el contexto de comprensión: el potencial biótico, en palabras simples, todos los factores que inciden para la reproducción y sobrevivencia humana, como ser el agua, alimentos, vivienda, áreas verdes, etc., y la resistencia ambiental, que implica asumir la naturaleza para afrontar la habitabilidad humana pero también los elementos que apuntan a la dimensión del riesgo. La literatura especializada, refiere que hay tres categorías de riesgo, una primera (el denominado disaster risk) donde se estaría en presencia de un desastre mayor y habría vulnerabilidad ante patógenos biólogicos, contaminantes químicos y riesgos físicos; una segunda (calificado de extensive risk) agruparía desde las enfermedades, la mortalidad y el empobrecimiento ante los eventos de riesgos y una tercera (extensive risk) alude a la cantidad de mortalidad potencial por sobre los 25 decesos e inmuebles destruidos o gravemente dañados. Y es fácil colegir, de qué modo hemos estado expuestos a terremotos, tsunamis, aluviones. Nos interesa desviar la mirada hacia las epidemias.
Las condiciones de la habitabilidad del espacio urbano pesaron fuertemente en la propagación de las epidemias. No había condiciones higiénicas en los primeros cincuenta años. Así, nos atacó la viruela en 1892. Repárese que cuando se está planificando la red de alcantarillados (cuyas obras comienzan en 1908) conjuntamente con la red de agua potable, nos vimos sometidos en 1904 a la peste bubónica y en 1905 a una nueva peste. La mortandad fue enorme y el pánico mayor. Hubo casas que escondieron a sus enfermos, provocando mayor contagio. Una parte de la población atacó a los médicos, no confiando en su ética hipocrática. Un estudio de 1905 de dos de los principales médicos que estuvieron al frente, consigna, algo que hemos visto en estos días en las noticias:
"El pueblo se resistía a creer en la existencia del flajelo llegando hasta amenazar a los médicos que fueron tildados como inventores de la enfermedad, para lucrar con el pánico público, i que aun personas, más o menos ilustradas, se hicieron eco de estos absurdos en corrillos callejeros. Esto orijinó cierta resistencia para denunciar oportunamente los casos…Iguales dificultades se notaron para el cumplimiento de las medidas de saneamiento i de higiene que dictaron las autoridades".
Apuntan los autores del trabajo, doctores Agustín Figueroa y Eduardo Porter, que en las seis primeras horas de la llegada al Lazareto fallecieron 10 personas, dentro de las primeras veinticuatros horas, 6 personas. Esto acontecía el 8 de abril de 1904. Para julio de ese año, los muertos se incrementaron, 38.
En la década de 1920, nuevamente Antofagasta se encontró con el azote de las epidemias. En 1921 la viruela y al año siguiente con el tifus exantemático.
La estadística que llevaron Luis Silva Lezaeta y Aníbal Echeverría y Reyes, tanto del Lazareto como del nuevo Hospital del Salvador, que comenzó a construirse en 1906 y se concluyó en 1913, es reveladora de la higiene pública de esos años. Entre 1904 y 1922 más de 1.500 personas fueron atendidas por la viruela, más de 1.000 por la peste bubónica. Otros (as) enfermaron por difteria, por alfombrilla y uno por lepra.
¿Por qué todo fue tan dañino para Antofagasta?
Hemos aludido al potencial biótico. Estamos en una época donde el Estado no mostraba mayor participación en la situación de la calidad de vida. Todavía permanecían inalterables algunas realidades sociales que constituían el caldo de cultivo para las epidemias. Una primera, fue la condición habitacional. No pasan del 10% los propietarios de inmuebles, y que pueden educar a sus hijos (as) en los establecimientos públicos secundarios. El resto de la población se distribuía en casas insalubles y en más de 168 conventillos, que se traducía, según un informe sanitario de 1928, que 4.500 personas vivían en condiciones absolutamente despojadas de lo mínimo de higiene. O sea, cerca del 10% de la población, pues Antofagasta en 1920 contaba con 51.531 habitantes. Otro factor, fue la provisión de agua potable. Se distribuía el agua por pilones para los sectores populares. No había red de agua potable para todos. A principios de 1930 la ciudad contaba con 6 estanques de agua, para surtir a sus habitantes. La población La Favorecedora se abastecía en la década de 1940/50 del pilón que estaba cerca del actual Colegio San José. Para el sector norte, era más cruda la situación. La red de alcantarillado tampoco era universal. Inicialmente en el siglo XIX las excretas eran lanzadas al espacio público, es decir, a las calles. Recuérdese la expresión española colonial: ¡Agua va! para advertir al transeúnte. Después entraron las carretas de los abrómicos, para retirar los barriles con la excrecencia doméstica. Hacia 1913 el servicio lo hacían solamente cuatro carretas para toda la urbe, nos refiere Floreal Recabarren. Los pozos sépticos fueron soluciones por décadas. Un tercer factor, era la salud de la población. La salud se estableció como derecho social, en la Constitución de 1925. El tema había sido abordado como un problema de higiene pública no reparando en la calidad de vida individual. Otro factor relevante fue el acceso a la educación, como derecho social. La escuela primaria no solo instruyó a los niños, sino que los dotó de las primeras lecciones de higiene personal, duchándolos una vez a la semana, fiscalizando las liendres, etc. Pero, también, un elemento biótico fundamental: la alimentación, desde el programa de la "gota de leche" hasta la acción de la JUNAEB, de fines de la década de 1920. Luchar contra la desnutrición, la mortalidad infantil y la morbilidad, y la atención por la vivienda popular, fueron acciones que el Estado llevó a cabo durante todo el siglo XX.
Si bien, en 1930 se consideró que la ciudad había superado la amenaza de la peste bubónica, el Servicio de Salud Municipal mantuvo el dispensario y el desinfectorio hasta fines del decenio.
En su momento, el edil-médico Gonzalo Castro Toro, cuando comenzaba la desarticulación de las quintas productivas y de las de recreo, a mediados de la década de 1940, advirtió de este fundamental elemento probiótico:
"Hemos venido a vivir aquí contrariando los dictados de la naturaleza, y se ha logrado suavizar la dureza de la vida en esta región, mediante la creación de esos ambientes vegetales que ahora se pretende destruir. Los espacios verdes son estrictamente indispensables a la vida de los hombres, porque proporcionan las materias necesarias para la purificación del aire que respiramos. Son muy razonables también las argumentaciones relativas a la producción de verduras".
Hoy, a diferencia de otras regiones de nuestro país, tenemos una buena cobertura hídrica, se amplían los espacios verdes, la educación se universalizó, complementado con la extensión de la jornada y la alimentación, un hospital regional que se ve apoyado por galenos latinoamericanos, son elementos que ayudan; empero, debemos preocuparnos por los diversos campamentos y sus pobladores y también por vecinos que viven en los faldeos de la cordillera de la costa, donde la red de alcantarillados presenta déficits, etc. Debemos privilegiar el sentido de comunidad siempre, más ante la amenaza epidémica, que expone la vulnerabilidad de aquellos vecinos con más alto riesgo.
La historia nos ha entregado diversas lecciones a través del tiempo. Cada vez que desoímos las voces y memoria del pasado, la naturaleza no perdona la negligencia humana. Por algo, la historia y la naturaleza, son maestras de vida.