Mi experiencia con la Biblia
Mi primer contacto con la Biblia tuvo lugar en la Escuela Primaria, la muy particular Escuela Primaria que yo tuve, mi propia casa, pues mi hermana era maestra en la aldea esquina de Montegrande. Y el encuentro fue en el texto curioso de Historia Bíblica que el Estado daba a los niños. Aquella Historia tenía tres cuartos de Antiguo Testamento, no llevaba añadido doctrinal y de este modo, mi libro se resolvió en un ancho desplegamiento de estampas, en un chorro de criaturas judías que me inundó la infancia.
Yo era más discípula del texto que de la clase, porque la distracción, aparte de mi lentitud mental, medio vasca, medio india, me hacían y me hacen aún la peor alumna de una enseñanza oral.
Con lo cual, mi holgura, mi festín del Antiguo Testamento tenía lugar, no en el banco escolar, sino a la salida de la clase, en un lugar increíble. Había una fantástica mata de viejo jazmín a la entrada del huerto. Dentro de ella, una gallina hacía su nidada y unos lagartos rojos, llamados allá iguanas, procreaban a su antojo; la mata era además escondedero de todos los juegos de albricias de las muchachas; adentro de ella guardaba yo los juguetes sucios que eran de mi gusto: huesos de fruta, piedras de forma para mi sobrenatural, vidrios de colores y pájaros o culebras muertos; aquello venía a ser un revuelto basural y a la vez mi emporio de maravillas. Una vez cerrada la Escuela, cuando la bulla de las niñas todavía llegaba del camino, yo me metía en esa oscuridad de la mata de jazmín, me entraba al enredo de hojarasca seca que nadie podó nunca, y sacaba mi Historia Bíblica con un aire furtivo de salvajita que se escapó de una mesa a leer en un matorral. Con el cuerpo doblado en siete dobleces, con la cara encima del libro; yo leía la Historia Santa en mi escondrijo, de cinco a siete de la tarde, y parece que no leía más que eso, junto con Historia de Chile y Geografía del Mundo. Cuentos, no los tuve en libros; esos me daban la boca jugosamente cantadora de mi gente elquina.
Jacob, José, David, la Madre de los Macabeos, Nabucodonosor, Salmanazar, Rebeca, Esther y Judith, son criaturas que no se confundirían nunca en mí con los bultos literarios que vendrían después, que por ser auténticas personas no me dan en el paladar de la memoria el regusto de un Ulises o del retórico Cid, o de Mahoma, es decir, el sabor de papel impreso entintado. Tampoco se me juntarían mis héroes judíos con las fábulas literarias ni aún con otras leyendas sus hermanas. En mi alma de niñita no contó Hércules como Goliat ni la Bella del Monstruo como Raquel, ni más tarde Lohengrin se me hermanó con Elías. Hubo en mi seso una abeja enviciada en cáliz abierto de rosa de Sarón, es decir, en miel hebrea, y es que el patriarcalismo, siendo un clima humano, ha sido particularmente un clima de Sud América.