Un nuevo 'choque de titanes' se dio esta semana entre la comunidad científica y el ejecutivo a raíz de los informes entregados por el Centro de Estudios Espacio Público, liderado por el economista Eduardo Engel, y la Universidad de Chile. Estos reportes cuestionaron la estrategia sanitaria que está desarrollando el gobierno frente al covid-19, y la necesidad del establecimiento de cuarentenas en la Región de Valparaíso, dada la alta letalidad y sub-diagnóstico de casos. El ´poder de la cientificidad', en esta crisis, ya se había hecho presente cuando los/as miembros del Instituto Milenio Fundamentos de los Datos (IMFD) abandonaron la mesa de científicos y especialistas que asesoran al ministro de Ciencias Andrés Couve en temas de modelación de escenarios y prevención de contagios, provocando una crisis de credibilidad frente a la data oficial.
Como investigadora social me cuestiono el giro político que podría significar que nos gobierne una 'cienciocracia' (ABC Cambio, 14/10/2013) en esta crisis pandémica. Particularmente, creo que la academia chilena impacta muy poco la gobernanza de las políticas públicas y con mayor razón en tiempos de crisis. Sin embargo, existen suficientes experiencias de política comparada en el mundo sobre cienciocracia. Por ejemplo, el Joint Research Centre (JRC) ofrece información científica independiente y basada en evidencia empírica a la Comisión Europea para que ésta formule nuevas regulaciones, pues el lema de la JRC es "Ofreciendo resultados tangibles para el ciudadano". También en el viejo mundo, el Parlamento Europeo solicita informes técnicos a agencias y' think tanks', pero no para hacer 'copy-paste', sino más bien para llevar a cabo una buena política basada en la objetividad de las evidencias y de los datos duros. Generalmente, los reportes científicos no tienen un carácter vinculante, pero las leyes incluyen información técnica para su aprobación. Asimismo, en esta pandemia es observable un 'maridaje' interesante entre el impacto del mundo científico en los sistemas de respuestas y la gestión de crisis de la pandemia en las políticas públicas en casos exitosos como Alemania, China, Corea del Sur, Japón, Singapur, y Nueva Zelanda (BBC, 29/03/2020).
El enfrentamiento entre el poder científico y el mundo político no es nada nuevo, y como bien dirían los Dinamita Show, "los combos vienen, los combos van". El sociólogo inglés Terry Johnson (1995), tomando del filósofo francés Michel Foucault la Teoría de las Profesiones, postula que la importancia del saber de los/as expertos/as constituye una condición de posibilidad del Estado moderno, pues como argumenta Alma Maldonado (2005), la comunidad epistémica (Villoro, 2009), especialmente del área científica, le ha dado contenido a la política. En los años 70 del siglo pasado, las ciencias sociales comenzaron a estudiar el rol de estas comunidades en la economía y las políticas sociales. El desarrollo de los modelos de bienestar en los estados y el avance de las burocracias modernas otorgaron gran influencia y legitimidad política a los/as 'entendidos/as' (Nelkin, 1975 y 1979; Wilding, 1982; Haas, 1992; Parson, 2007; Belmartino, 2011). Sin embargo, el fracaso de los sueños de crecimiento y progreso de la Modernidad trajo críticas y desconfianza hacia el rol de las ciencias en los espacios de gobernanza política y pública, dado que la ciencia se ha vuelto un dios intocable al cual sólo algunos/as elegidos/as pueden acceder, obligando a las sociedades a girar en torno a ella (Bensaya, 2015).
Por lo tanto, ¿es posible concebir una tecnocracia en tiempos del Coronavirus? Que el mundo político otorgue espacio no vinculante a las ciencias, no significa que le entregue poder, porque como dice un diputado de la zona, a la academia le falta calle y le falta más trabajo colaborativo para constituirse en una sola voz y no en cantos de sirenas que desvíen la atención de Ulises. Pero por otra parte, un gobierno que opte por la ignorancia habrá perdido la batalla a la pandemia.