La rebeldía del poeta Cohete que se adelantó cien años
"Rebeldías líricas" (Ediciones UDP) contiene los versos desesperados del vate chileno José Domingo Gómez Rojas, muerto hace un siglo en la Casa de Orates. En el prólogo del libro, que presentamos a continuación, el biógrafo Nicolás Vidal muestra el corazón de un artista.
Se llama José Domingo Gómez Rojas, pero le dicen el Poeta Cohete. Y su tono vibrante es seguido por hombres, mujeres, viejos y niños.
Encontramos un buen resumen de la enorme dimensión de la vida y obra de Gómez Rojas en las palabras que Pablo Neruda dedicó a su muerte en el libro Confieso que he vivido: "La repercusión de este crimen, dentro de las circunstancias nacionales de un pequeño país, fue tan profunda y vasta como habría de ser el asesinato en Granada de Federico García Lorca".
Nació el 4 de agosto de 1896 en una humilde casa de calle Teatinos. Al poco tiempo, su padre se esfumó. Vivió toda su infancia con su madre analfabeta y sus dos hermanos en distintos lugares hasta llegar a la calle Nataniel, cerca de la Avenida Matta, barrio obrero y popular. Muchas veces, ni siquiera les alcanzaba paracomer. ¿Cómo pudo formarse en ese entorno un hombre de una cultura tan asombrosa?
Desde que era alumno del Liceo Barros Borgoño, brillaba por sus dotes literarios. Era un joven complejo, contradictorio. Lo conocemos como el poeta anarquista autor de Rebeldías Líricas (1913), el revolucionario que hablaba durante horas a la muchedumbre, pero justo antes de eso, o incluso casi al mismo tiempo, era un ferviente cristiano. No católico, sino evangélico y anticlerical. Sus primeros versos son religiosos y los publicaba en El Heraldo Cristiano. Varios califican a esos poemas como ingenuos y de dudosa calidad literaria; de hecho, Andrés Sabella solo rescató uno llamado "La Biblia" en su antología. Esta aparente contradicción se mantendrá a lo largo de toda su obra, y ese componente místico volverá más adelante, ya no tan militante sino más enfocado a lo trascendente, sobre todo cuando estuvo en la cárcel.
Pero no nos adelantemos: el poeta recién tiene diecisiete años y acaba de publicar Rebeldías Líricas (a la larga, el único libro que publicaría en vida). A esas alturas, ya era uno más en el mundo obrero y ácrata. Sus versos anarquistas y revolucionarios lo transformaron, tempranamente, en un referente para el pueblo.
Es en esta época donde otro de sus amigos, el pintor Ricardo Gilbert, lo llama el "Poeta Cohete" por la explosividad de sus versos.
No solo era leído, sino también escuchado. Podía declamar sus versos o dar discursos de dos horas: siempre había una multitud congregada a su alrededor. Durante la visita de la feminista española Belén de Sárraga, leyó dos de sus poemas desde los balcones del Hotel Oddo, siendo vitoreado por el público. El poeta ya estaba en todas partes y tenía ansias de vivirlo todo.
Terminó el liceo y decidió continuar con su aprendizaje, ahora viajando. El verano de 1914 tomó unas pilchas y partió caminando, junto a un par de amigos anarquistas, hacia Buenos Aires para conocer al poeta argentino Alberto Ghiraldo. Atravesó la cordillera a pie, pero solo pudo llegar a Mendoza. Ni siquiera había cumplido los dieciocho años, pero se quedó dos meses en Mendoza, donde se hizo conocido y admirado dentro del ambiente anarquista. No tenía un peso, por supuesto, pero no le faltó techo ni comida.
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Es un procedimiento aceitado, que viene repitiendo desde hace mucho. Se llama mitin relámpago y este es el cuarto de la seguidilla. Solo basta con un cajón de madera, el mismo sobre el que está parado a la salida de una fábrica textil en San Pablo. Es invierno, la noche asomó hace rato y el frío ya les paraliza los dedos de los pies. Sus bigotes finos y su corbata de pajarita pueden verse a lo lejos, sobresaliendo entre las cabezas del centenar de obreros que tienen las palmas enrojecidas de tanto aplaudir las palabras con las que los anima a rebelarse contra los abusos del patrón, contra esa jornada de doce horas sin descanso, contra el desamparo, contra esos sueldos de hambre que los tienen comiendo sopa de huesos todos los días.
Cuando ya tiene la atención absoluta de la multitud, el discurso deviene en declamación y de sus labios asoman las rebeldías líricas, dando la impresión de que en cualquier momento el Poeta Cohete tomará impulso -flectando las rodillas- y saltará del cajón y volará por los aires, elevándose por sobre las cabezas de los obreros que lo siguen aplaudiendo.
Sin embargo, el poeta no vuela, no alcanza a volar todavía, porque se escuchan los silbatos amenazantes de la policía que corre a dispersar a los subversivos con lumas y sables, y automáticamente los obreros rodean a Domingo, que se baja de su improvisado podio y huye corriendo con el cajón en la mano, mientras los demás resisten la primera carga de la policía y solo se dispersan cuando están seguros de que el poeta alcanzó a escapar.
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Nos quedamos con su poesía y la historia de una vida intensa y frenética, pero quizás la verdadera trascendencia de Gómez Rojas está en la huella que dejó en los demás.
Manuel Rojas y José Santos González Vera son escritores esenciales en nuestra narrativa. Ambos eran íntimos amigos entre sí, de eso ya se ha hablado mucho, pero ambos también fueron guiados y empujados a escribir por Domingo. Había algo en él, un magnetismo, un halo creador que lo llevaba a descubrir cualidades literarias en todo aquel que lo rodeara. Así fue con Manuel y con Santos. Sin Gómez Rojas, quizás no estaríamos hablando de ellos. Ambos vivieron en su casa en distintos períodos de sus vidas, ambos eran jóvenes desconocidos que apenas se imaginaban un futuro como escritores cuando la voz del poeta les susurraba una y otra vez "escribe, escribe y escribe, ya verás que sale algo bueno".
Eran amigos, pero para los dos el Poeta Cohete estaba en una especie de lejano pedestal (y los tres tenían la misma edad, eran igualmente jóvenes, muchachos casi silvestres, como diría González Vera). Así lo veía Manuel Rojas: "Sus conocimientos literarios eran muy superiores a los míos y me dio consejos, que me parece no haber aprovechado, animándome a seguir un camino que a él le fue cortado en plena repechada". Esa distancia y admiración también están en las soberbias crónicas de González Vera que forman Cuando era muchacho: "Aunque estaba a cinco metros de distancia del sitio que yo ocupaba lo sentí tan lejos, tan inaccesible, como si hablara desde una colina y yo me hallara en la llanura. Espiritualmente, era verdad".
Trabajaron juntos muchas veces. En un suplemento cultural llamado Los Lunes (con Manuel), por ejemplo, o en la mítica revista literaria Selva Lírica (con Santos). Incluso, uno de los poemas de Rebeldías Líricas -"En el hospital"- está dedicado a Manuel Rojas. Pero lo más importante para ambos quedó en sus palabras, en sus enseñanzas. Cuenta González Vera en "Cuando era muchacho" de una noche en la que dio junto a Domingo un largo paseo nocturno desde el Parque Forestal hasta la Avenida Matta, donde el poeta le dio el siguiente consejo, que viene a ser una pequeña clase de creación literaria:
"Aquí tienes la carretela, su caballo, el conductor. Hay un chico. Todo deberá describirse. Si el caballo anda, sus herraduras producen sonidos. Deberás reproducirlos. El tiempo es fresco o caluroso; el rostro del carretelero acusa un estado de ánimo. Deberás captarlo".
El funeral del escritor Domingo Gómez Rojas congregó a una gran cantidad de amigos que pasaron junto a su cuerpo frente a La Moneda el año 1920.
José Domingo Gómez Rojas.
Por Nicolás Vidal
Biblioteca Nacional