"Warriache"
Fragmento del libro "Piñén" Por Daniela Catrileo
¿Sus ojos podrán volver? Me repito esto, una y otra vez. Sin embargo, guardo silencio. Soy como una herida que aprendió a residir en la piel. ¿Volveremos nosotras, nosotros? Mis pensamientos se ven interrumpidos por el plato servido sobre la mesa. Estoy en el cumpleaños número ochenta de mi abuelito. La casa está llena, todos ríen, hacen bromas. Hay dos mesas: niños y adultos. ¿Cuándo crecí tan rápido para no estar entre sus juegos? Pareciera que hace nada estaba ahí, sentada en la alfombra con mis rodillas chuecas, separando las verduras del plato, siendo mañosa por cualquier asunto irrelevante. Aprovechando la ventaja de ser la primera nieta que nacía en este territorio extranjero y que a pesar de las precariedades podía darse el gusto de abandonar las guatitas por un plato de papas fritas recién hechas. Todo a escondidas del padre y con el regaloneo de los abuelitos, claramente. Una «vieja chica», como me llamaba la señora Menche, la comadre de mi abuelita. O simplemente riendo con mis tías y primos casi veinte años atrás.
¿Sus ojos podrán volver? Me hago esta pregunta cada vez que veo juntos a mi padre y a mi abuelo. Ñi chaw, ñi laku. Imagino sus retornos como una posibilidad de sumergirse en ese verde que duele. Regresar al lugar donde el pensamiento se pierde en el tejido de las hojas. ¿Quisieran ellos volver? Mantengo e}n mi cabeza esa duda. Santiago para nuestras familias significó un pedazo de suelo donde crear algo parecido a un hogar. Intentaron construir una vida y tacharon otra. Encontraron un trabajo, trajeron a sus hijas e hijos, abandonaron la lengua y lo poco que tenían: animales, pequeños cultivos, sus rukas. Imaginaron que cerca del Huelen y el Mapocho podrían tener un segundo nacimiento donde se levantarían desde los escombros. Pero eso no sucedió, fueron desalojados. Desparramados a los suburbios de la waria. Tuvieron que aprender a germinar como quien muere lejos de su tierra.
Ahora, con este disfraz adulto, compartimos la mesa de los grandes. Mis primas más pequeñas y mi hermano cada tanto vigilan a sus hijos e hijas de la mesa aledaña. Intento estar atenta a la conversación que se da en ese ambiente. No logro entender muy bien de qué hablan. Algunos balbucean, otras lloran. Tienen un tono de dibujos animados que modulan naturalmente. Las más grandes miran sus celulares. La mayoría separa los cubitos de zanahorias del arroz y toman mucha bebida, al menos más de lo que comen.
Vuelvo a prestar atención al espacio que comparto, como si atravesara un umbral del tiempo donde se me permite ser adulta. El vecino de toda la vida está invitado a la cena, sentado a la izquierda de la cabecera, lugar ocupado por ñi laku. Deben tener casi la misma edad. Al parecer, el señor ya bebió más de la cuenta, se le enreda la lengua y dice cosas que nadie puede descifrar. Al principio era gracioso, pero ya empieza a aburrir. Mi padre y su hermana mayor están a mi lado, toman una copa de vino y confabulan risueños. Mi tía dice la palabra «pirulonko» refiriéndose al vecino. A mi papá le hace tanta gracia que se llega a atorar. Pirulonko es como decir cabeza agusanada. Mi tía les explica a los demás esta palabra, la mesa chica ríe a carcajadas.
Piñén
Daniela Catrileo
Libros del Pez Espiral
70 páginas
12 mil