Virtudes y defectos de la inmigración
El homicidio de un chofer de camión en Antofagasta hace urgente reflexionar sobre el tema de la inmigración. Y como suele ocurrir con las cuestiones que rondan la opinión pública, ella está atrapada entre dos puntos de vista opuestos. Y ambos exagerados.
Y por exagerados erróneos.
Hay quienes piensan que al única perspectiva -o en cualquier caso la mejor- para acercarse a la migración es la humanitaria. Los inmigrantes serían personas que, por escapar de regímenes autoritarios o sociedades empobrecidas, merecerían ante todo se les acogiera y protegiera. Cada inmigrante sería alguien que huye del abuso o de la miseria, un perseguido que golpea las puertas del país en busca de asilo. Negarle la protección equivaldría a una actitud inhumana, insolidaria.
Enfrente de ellos se encuentran quienes sostienen que la inmigración debe ser impedida o rigurosamente controlada, o hecha imposible, porque los inmigrantes recargan los bienes públicos, invaden los espacios, producen desorden y acarrean delincuencia. El asesinato de un chofer en Antofagasta sería una muestra, solo una entre muchas, de los problemas que la migración produce.
¿Qué perspectiva es la correcta?
Para saberlo hay que dar un breve rodeo.
La migración no es solo el traslado de personas de una sociedad nacional a otra, sino el traslado en buena medida de una cultura a otra. Junto al emigrante, incorporado en su personalidad, se trasladan un conjunto de usos sociales, costumbres, formas de comportamiento que configuran la individualidad. Esos usos, costumbres y formas de comportamiento varían dependiendo, entre otras cosas, de la posición en la estructura social que el inmigrante poseía en su lugar de origen. El fenómeno migratorio, en consecuencia, es un fenómeno complejo, una mezcla de culturas: atada a la individualidad de los inmigrantes se traslada la cultura que los acompaña -al igual como ocurre con un nacional- como una sombra. Esto es lo que explica que el encuentro con el inmigrante (y el del inmigrante con el nacional) sea en alguna medida de extrañeza mutua.
Y esa extrañeza inevitable suele ser el combustible del conflicto.
Suele decirse que hablando se entiende la gente; pero esa afirmación es hasta cierto punto falsa. Porque lo que decimos, lo que cada uno es capaz de decir, se sostiene en un conjunto de sobreentendidos, de prejuicios, de cuestiones tácitas o implícitas -a todo eso podemos llamarlo cultura- sin las cuales la comunicación está amenazada por el malentendido. Ortega y Gasset observa en una de sus páginas que cuando olvidamos eso (y no estamos alertas a los sobreentendidos de la comunicación) "nos desencontramos mucho más que si mudos procurásemos adivinarnos".
Así entonces la migración es siempre el inicio de un proceso de aculturación cuyos inicios son conflictivos (es cosa de leer a Pérez Rosales para advertir cuán conflictiva fue por momentos la colonización del sur).
Por eso no hay que olvidar que la migración lo es de la sociedad entera, con sus virtudes y sus vicios (y que el inmigrante se incorpora a una sociedad que, desde luego, tiene también los suyos). De ahí entonces que una correcta política migratoria debe contemplar formas de asistencia para quienes carecen de bienes básicos y a la vez de control social de la conducta desviada. Desgraciadamente en el caso de Chile no se ha hecho ni lo uno ni lo otro: ni una política de acogida material, ni una forma regular de control social.
Y ese es el problema.
Cuando la situación del inmigrante se deja entregada a la espontaneidad de la cultura se arriesga casi siempre el peligro de la intolerancia y la violencia. El mismo Pérez Rosales cuenta como al inicio de la colonización, en Valdivia, se violaron mujeres de inmigrantes, se asesinaron a algunos de ellos y se profanaron sus tumbas, todo eso alimentado por el miedo atávico a lo distinto.