Contenidos y procedimiento para una nueva Constitución
José Ignacio Martínez Estay
Chile cuenta con una tradición constitucional bicentenaria, iniciada con la Constitución de 1818, y continuada por los textos de 1822, 1823, 1828, 1833, 1925 y 1980. En ellos se fueron sentando las bases de un modelo que, en lo esencial, se ha mantenido a lo largo de estas dos centurias: estado democrático, unitario, presidencialista, con un Congreso bicameral, un Poder Judicial independiente, y con el reconocimiento y garantía de derechos y libertades. Durante el siglo XX esta estructura se reforzó con órganos de control de la legalidad, de la constitucionalidad y de la estabilidad monetaria (Contraloría General de la República, Tribunal Constitucional y Banco Central), y con algunos avances en descentralización. Por eso puede afirmarse que nuestra historia ha forjado una Constitución material, plasmada en las diversas constituciones, según lo ha demostrado el profesor e investigador de POLIS, Jaime Arancibia, en su trabajo "Constitución política de la República de Chile. Origen y trazabilidad de sus normas desde 1812 hasta hoy".
Si bien durante los años posteriores a la independencia hubo inestabilidad institucional y caudillismo, a partir de 1833 Chile comenzó a recorrer un camino -no exento de sobresaltos- que posibilitó la construcción y consolidación de un sistema político democrático. La guerra civil de 1891 y los golpes de estado de 1924 y de 1973 fueron duras pruebas, que generaron dolor y fisuras institucionales. Pero cada una de ellas fue afrontada en su momento con generosidad y espíritu republicano. Esto hizo posible que la Constitución de 1925 reemplazase a la de 1833, que había sido sobrepasada por los hechos, y que la Carta de 1980, elaborada durante la dictadura militar, haya sido objeto de decenas de reformas, siendo la más relevante la de 2005.
Durante la vigencia de la actual Constitución Chile ha vivido uno de los períodos de mayor estabilidad política de su historia, y un notable desarrollo económico. No obstante, una parte del espectro político mantuvo objeciones respecto de su legitimidad de origen, y demandó de manera sostenida la redacción de una nueva Carta Fundamental. A su vez, el innegable crecimiento de la economía fue incapaz de satisfacer los anhelos ciudadanos por una mayor equidad social, y por la erradicación de conductas abusivas. En este contexto surgen los acontecimientos del 18 de octubre de 2019 y de los días posteriores, que pusieron en jaque las instituciones democráticas.
El "Acuerdo por la paz social y la nueva Constitución", suscrito el 15 de noviembre de 2019 fue la vía elegida para darle una salida a esa grave crisis. Dicho pacto hizo posible el inicio de un proceso destinado a elaborar una nueva Constitución por una Convención elegida por los ciudadanos. Lamentablemente, su conformación no reflejó la realidad del mapa político del país. El sistema electoral ad hoc que se adoptó para la elección de sus miembros, permitió que sectores más bien radicales se organizaran en listas de independientes. Los cupos reservados fueron también copados por candidatos con visiones indigenistas extremas, y los sectores políticos de centro, centro izquierda y centro derecha quedaron subrepresentados, lo que hizo prácticamente imposible que sus propuestas fueran escuchadas. A ello se sumó el desprecio de la Convención respecto de las iniciativas promovidas desde la sociedad civil con amplio apoyo ciudadano, actitud que también mantuvo respecto de la opinión de expertos, como ocurrió con el informe preparado por la Comisión de Venecia.
El resultado final del trabajo de la Convención fue malo y frustrante. La propuesta reflejaba un deseo refundacional y radical, que se apartó de nuestra tradición constitucional. La limitación del poder y la garantía de los derechos y libertades inherentes de las personas parecían ser más bien objetivos de segundo orden. En vez de un proyecto que amalgamase lo mejor de aquella tradición y de modelos constitucionales modernos y prestigiosos, se nos ofreció un texto que se aproximaba más a una especie de programa de gobierno, cargado de indigenismo e ideología de género, acompañado de un preocupante debilitamiento del sistema de frenos y contrapesos, de la independencia del poder judicial y del modelo de estado.
Aquello explica el abrumador resultado del referéndum del 4 de septiembre, que condujo al rechazo de la propuesta que había preparado la Convención, y a que se mantenga formalmente vigente la actual Carta Fundamental. Sin embargo, no puede pasarse por alto que en el plebiscito de octubre de 2020, en el que participó un 51% del padrón electoral, casi un 80% de los votantes aprobaron la idea de avanzar hacia una nueva Constitución. Asimismo, diversos actores políticos democráticos mantienen sus objeciones a la legitimidad de origen de la actual Constitución, y en los ciudadanos han surgido aspiraciones que requieren ser reflejadas constitucionalmente. Así lo han entendido parte importante de las organizaciones y partidos que promovieron la opción rechazo, y por eso se comprometieron a elaborar una buena Constitución.
En este nuevo proceso el texto debería elaborarse a partir de la tradición constitucional chilena, y en base a ella dar cabida a los anhelos y expectativas ciudadanas: Estado social, que cubra adecuadamente las necesidades de salud y pensiones dignas, sin que esto signifique un monopolio estatal en la provisión de las correspondientes prestaciones; libertad de enseñanza y derecho preferente de los padres a educar a sus hijos; protección del derecho a la vida del no nacido; libertad religiosa y de culto; derecho de propiedad y a la libre iniciativa en materia económica. Asimismo, la nueva Constitución debiese resguardar y fortalecer el sistema democrático representativo, y hacer posible una mejor y mayor descentralización, reconocer la cultura y costumbres de los pueblos indígenas, y profundizar los mecanismos de protección de la naturaleza, entre otras materias.
Respecto del procedimiento para redactarla, debe considerarse que el poder constituyente radica en el Congreso Nacional, el que por eso debe jugar un rol clave en la continuación del proceso. Más aún, lo lógico sería que la primera opción para elaborar un nuevo proyecto recayese en este órgano, con el apoyo de expertos que orienten, canalicen y traduzcan al lenguaje constitucional los acuerdos que se fragüen en él. De esta forma no sólo se validaría y respaldaría a una institución republicana bicentenaria, inherente a nuestro sistema constitucional y democrático, sino que además podría avanzarse más rápida y eficientemente en la redacción de una propuesta que sea sometida a la consideración de los ciudadanos mediante un plebiscito. Y si se optase de nuevo por un organismo elegido por los ciudadanos, es evidente que la elección de sus miembros debe efectuarse corrigiendo los graves errores del sistema electoral aplicado para la anterior Convención, e incluir también la participación de expertos y un plebiscito final.
"Respecto del procedimiento para redactarla, debe considerarse que el poder constituyente radica en el Congreso Nacional, el que por eso debe jugar un rol clave en la continuación del proceso".
*Profesor de Derecho Constitucional
Investigador de POLIS, Observatorio Constitucional de la Universidad de los Andes.