El fenómeno Ikea y la política
La empresa sueca de diseño (Ikea) se ha instalado en Chile y apenas ello ocurrió ha recibido más de tres millones de visitas en su sitio web y casi trescientas mil personas ha in do a su sala de ventas apenas a treinta días de su apertura.
¿Hay alguna relación entre ese fenómeno y la política?
Desde luego parece haber una gigantesca inconsistencia entre esos miles de personas ocupadas de conocer y comprar ese producto sueco (el diseño aplicado a la vida cotidiana) y los diagnósticos que, ya casi con porfía, se han formulado, y se siguen formulando, respecto del Chile contemporáneo. El embajador Javier Velasco y el propio presidente Boric --cada uno a su modo, uno sin remilgos, el otro envuelto en eufemismo y en idas y venidas-- insisten en que Chile es un país donde las mayorías rechazan el tipo de modernización que el país experimentó en los últimos treinta años. La reciente derrota electoral (que eso y no otra cosa fue el plebiscito donde se rechazó el proyecto constitucional) sería el fruto de engaños masivos, o, como acaba de decir el presidente, de andar demasiado rápido, más rápido que la gente, la misma a la que se quiere redimir evitándole un sistema que abusaría y enajenaría.
Bastaría sin embargo mostrar el fenómeno Ikea (o los eventos masivos que se multiplican y que a pesar de su abundancia siempre se hacen escasos) para advertir cuánto ha cambiado la cultura cotidiana y de qué forma las rutinas del consumo y del mercado se viven por las mayorías históricamente excluidas de una forma que se aleja de la manera en que describen esa experiencia muchos jóvenes burgueses del Frente Amplio (que más que la falta de consumo es probable que hayan experimentado su hartazgo).
Una abundante literatura enseña que la experiencia del consumo es muy otra que una práctica de enajenación, como ha sugerido tradicionalmente la izquierda, y muy distinta también a una experiencia absurda de despilfarro y mal gusto, como muchas veces la describió la derecha aristocratizante.
Para las mayorías históricamente excluidas (muchas de las cuales salieron de la pobreza en las últimas tres décadas, como acaba de recordar el expresidente Lagos al reprender, no hay otra palabra, al embajador de Chile en España quien pintó un cuadro sombrío del Chile contemporáneo, de esos que gustan a las audiencias europeas a las que no les sienta bien un país sudamericano más o menos decente) la experiencia de consumir es una práctica de autonomía y, hasta cierto punto, de modelar la propia vida. Hoy se sabe que la gente, en su mayor parte, no compra para sí, sino para aquellos con los que posee vínculos, y en el acto de comprar para otro hay también un anhelo de configurarlo, de comunicar cómo se le quiere ver. En consumo posee pues un profundo significado simbólico para quien participa de él y forma parte del esfuerzo de las personas para construir su propia identidad y experimentarse como dueños de sí mismos. Alfred Marshall, quien escribió casi al mismo tiempo que Marx, y quien es el padre de la economía neoclásica (un abuelo, podría decirse, de lo que hoy, con afán polémico, se llama neoliberalismo) observó que la gente comercia y consume la mayor parte de las veces no para satisfacer necesidades, sino que lo hace, dijo, "para distinguirse".
Basta dar un vistazo al fenómeno Ikea y otros semejantes para advertir cuánta verdad hay en esa observación de Marshall y la importancia posee hoy la práctica del consumo masivo y cómo ella desmiente la imagen de esa mayoría abusada y doliente que la izquierda del Frente Amplio intenta devolverle a las grandes mayorías las que, al no reconocerse en ella, se niegan a seguirlo sin más.
Y no es que la gente ande lento y el Frente se haya apurado -como sugirió en su enésima frase el presidente Gabriel Boric- es que la gente va para otro lado.