Piensa en el cumpleaños de alguien que parece muy importante, tanto que todas las casas y tiendas de la ciudad están decoradas para la ocasión. Como es esperable, se prepara una comida particularmente buena, donde cada detalle está cuidado y se guardan para la fecha los mejores vinos. Es más, las personas deciden no trabajar ese día, para celebrarlo.
Sin embargo, alguien se anima a preguntar a quién estamos festejando y la respuesta generalizada es el silencio. En estos días hay renos, árboles, estrellas, viejos, trineos, nieve artificial y un feriado, pero falta lo básico. La Navidad es el cumpleaños del gran ausente.
Con todo, sin su figura no se entiende nuestro mundo. De partida, la historia se divide en dos en atención precisamente a su fecha de nacimiento. Uno no se puede aproximar a la literatura del Dante; a la pintura de Leonardo, Rafael o el Greco; a la música de Bach y al Requiem de Mozart; a la arquitectura de Gaudí, o las esculturas de Miguel Ángel, si no lo tiene presente.
Nuestra época, en cambio, se empeña en borrar cualquier huella de la figura central de la historia humana. No se trata sólo de un fenómeno colectivo: muchas personas que te rodean han decidido expulsar a Jesús de sus existencias, como a un extraño incómodo.
Sin embargo, desprenderse de Él no es fácil, porque necesariamente alguien o algo ocupará su lugar en nuestras vidas. Será algún diosecillo que se instala de manera inadvertida, y que puede transformarse en un verdadero tirano. Algunos están obsesionados con el éxito o la fama. Quieren sobresalir a toda costa, como si la única manera de ser ellos mismos fuera pisar sobre los demás. No faltan los que se obsesionan con la plata o con cualquier otra cosa que en sí misma puede ser buena, pero que no resulta suficiente para llenar el corazón humano ni dar sentido a la vida.
No es fácil aceptar a Jesucristo. Muchos lo ven simplemente como un buen hombre que vivió hace tiempo, como Sócrates o Confucio, pero Él pretende que nosotros creamos algo que es absolutamente desproporcionado. No pide simplemente que sigamos sus enseñanzas y lo admiremos, sino una cosa absolutamente radical.
Ya lo decía Bono: "Cristo no te permite decir esto. No te deja esa salida. Cristo dice: 'no, yo no digo 'soy un maestro', no me llaméis maestro. No estoy diciendo 'soy un profeta'. Estoy diciendo: 'soy el Mesías'. Estoy diciendo: 'Yo soy Dios Encarnado'".
La consecuencia para el líder de U2 es clara: "lo que te queda es: o Cristo es quien decía que era -el Mesías- o era un completo chiflado. La idea de que todo el curso de la civilización de medio planeta ha cambiado, que se ha vuelto del revés, debido a un supuesto chiflado... para mí, eso sí que es increíble".
No es de extrañar, entonces, que algunos hayan dedicado la vida entera a combatir su figura y su doctrina. Fue el caso, por ejemplo, de Sergei Kourdakov, un hombre joven que en la antigua Unión Soviética tenía un trabajo muy peculiar. Con un grupo de militares entrenados en artes marciales, debía irrumpir en los lugares donde se reunían los cristianos y molerlos a palos; a todos: hombres, mujeres y niños. Así no les quedarían ganas de seguir a Jesús. Además, tenían que requisar la literatura religiosa que encontraban y guardarla en un depósito.
Todo parecía funcionar muy bien para Sergei, salvo por una incómoda sensación de vacío; hasta que -según cuenta en su libro autobiográfico (El esbirro)- una noche estaba de guardia, muy aburrido, y se le ocurrió tomar uno de esos libros prohibidos. Era uno de los evangelios.
Para Sergei eso fue como si un rayo le cayera encima, porque se le abrió un mundo del que no sabía absolutamente nada, pues había sido criado en el ateísmo más completo. Otros, en cambio, necesitan más tiempo para familiarizarse con esos cuatro relatos que fueron escritos hace veinte siglos y todavía hoy constituyen el alimento de millones de personas, desde grandes intelectuales (he conocido a un buen número de ellos) hasta gente muy sencilla, con la que también he tenido la fortuna de encontrarme. Cada una de ellas puede decir lo que aparece en un poema francés del siglo XII: "Nada se canta más suave,/ nada se oye más alegre,/ nada se piensa más dulce/ que Jesús el Hijo de Dios".
