Redacción

La incertidumbre se mantiene respecto de quién será el sucesor de Ricardo Cifuentes (DC) como presidente o presidenta de la Cámara Baja, ya que parte de los firmantes del acuerdo suscrito en marzo de 2022 para la rotación del cargo, específicamente Demócratas y el Partido de la Gente PDG), ponen en duda no solo el respeto a dicho convenio sino también la forma en que se debería seguir con la entrega del cargo.

Originalmente el orden de las presidencias era PPD, Partido Comunista, Democracia Cristiana, PDG, algún partido del Frente Amplio y el Partido Liberal. Sin embargo, luego de que Raúl Soto cumpliera su labor con el cupo del PPD, se produjo un veto de las colectividades firmantes a la diputada Karol Cariola, quien ocuparía el cargo en el periodo del PC. Por ello se rebarajaron los turnos y asumió Vlado Mirosevic (PL), que estaba programado para cumplir la última fase. Tras ello se cumplió con la DC con la elección de Cifuentes y ahora el PC reclama que se le reponga el periodo que se saltaron mientras el PDG exige que se le mantenga en el cuarto turno.

El diputado Rubén Oyarzo (PDG) defendió que presidencia de la Cámara "este periodo le toca al Partido de la Gente. El Partido de la Gente no va a votar por el Partido Comunista y si es que el Gobierno quiere que se mantenga el pacto administrativo, el PDG tiene que asumir la presidencia. Si el Gobierno no asume ese acuerdo, lamentablemente nosotros estamos libres de tomar la decisión que nos corresponda, y eso puede ser pactar con la centro derecha".

Mesa en peligro

Desde Demócratas, Miguel Calisto (que era DC cuando se asumió el acuerdo) planteó que "si bien tenemos un acuerdo vigente con la izquierda, con el oficialismo, de un acuerdo administrativo, las condiciones han cambiado porque tenemos nuevos integrantes (nuevos partidos como el propio y Amarillos por Chile. Esperamos que el Gobierno deje de caricaturizar las relaciones, sobre todo con Demócratas".

Mientras, la DC firmó un compromiso público para apoyar al candidato comunista, tras haber asegurado los votos del actual presidente del órgano, Ricardo Cifuentes. Lo mismo hizo el PPD que ya estuvo en la mesa.

El retiro de los votos de ambas colectividades que cuestionan el acuerdo cambiarían completamente el equilibrio de fuerzas y podría entregarle la presidencia a Chile Vamos. Por ello Daniel Melo (PS) hizo un llamado directamente a Demócratas a mantenerse en el acuerdo: "Queremos hacer un emplazamiento como bancada del Partido Socialista, en particular a Demócratas, a que honren su palabra, a que cumplan con aquellos compromisos que nos hemos dado, desde el punto de vista, de poder darle gobernabilidad a la Cámara de Diputados y Diputadas".

¿Cómo evaluar la gestión gubernamental de estos dos años? Un examen de los criterios a los que se podría recurrir ayuda a hacerlo con imparcialidad.

La alternativa más obvia es la de verificar cuánto de los propósitos que el presidente Boric y las fuerzas que lo apoyan enarbolaron, finalmente se cumplieron. En este caso se trata de juzgar si el gobierno ha estado a la altura de sus propias expectativas, si se ha situado a la altura de sí mismo. Otra alternativa consiste en identificar los problemas más acuciantes o urgentes que experimenta la sociedad chilena y constatar si acaso la gestión gubernamental ha logrado hacerles frente. En fin, todavía es posible un juicio referido ya no al gobierno sino a quien lo encabeza. En este caso cabría preguntarse no por los objetivos que Gabriel Boric originalmente trazó, ni por su capacidad de afrontar los problemas más agudos, sino por su desempeño presidencial a nivel simbólico, averiguar si acaso ha estado a la altura del rol que le ha tocado en suerte.

Veamos.

El gobierno del presidente Gabriel Boric se definió a sí mismo como un gobierno transformador. Un gobierno transformador, según su propia definición (inspirada en algún texto de Nancy Fraser) es aquel que no solo hace frente a los problemas de desigualdad en todas las esferas de la vida, sino uno que es capaz de modificar las bases sociales o estructurales que hacen que esos problemas existan. Un gobierno que da subsidios para suprimir una carencia (diría este enfoque) es uno de administración, uno que en cambio corrija las causas que producen esa falta, uno que modifique la estructura que priva a algunos de lo que es relevante, es un gobierno transformador. Esta definición es quizá la que retrata mejor las virtudes (el aire refrescante que a veces posee la ambición desmedida) y los vicios (el mal diagnóstico y el abandono del día a día) que ha caracterizado a esta primera fase del gobierno ¿Ha sido un gobierno transformador en ese sentido? Por supuesto que no.

Esa agenda transformadora, por otra parte, descansó en un diagnóstico profundamente errado. De acuerdo con él la sociedad chilena y los procesos que había experimentado los últimos treinta años, era un gran timo, un engaño, un pase de manos, una forma de profundizar lo que se prefirió llamar modelo neoliberal. Ese diagnóstico (que para ser justos muchos intelectuales y comentaristas compartieron por convicción u oportunismo) poseyó el efecto de cegar al gobierno y las fuerzas que lo apoyan y le impidió ver los problemas que aquejaban a la sociedad chilena y que eran el revés de la modernización acelerada de esos treinta años. Y en vez de identificar esos problemas e intentar resolverlos uno por uno -pensiones, salud, seguridad- se prefirió transformarlos en síntomas de una crisis global de la modernización, una antesala de lo que sería la tumba del neoliberalismo o en una ocasión para moralizar la vida social empleando un solo baremo: los derechos humanos concebidos no como límites al estado, sino como fuente de un punto de vista moral ¿Logró entonces el gobierno hacer frente a los problemas más acuciantes? Sería injusto decir que no lo ha hecho en modo alguno. Ha habido avances lentos (por ejemplo, en seguridad y esfuerzos en la reforma de pensiones) y esa lentitud ha sido en parte consecuencia de una detección tardía producto de las nubes en sus ojos. Solo cuando la vista nublada por el entusiasmo ideológico se comenzó a despejar, estos otros problemas han comenzado a encararse.

En fin, se encuentra la dimensión simbólica de todo esto. Gobernar no equivale simplemente a enarbolar un diagnóstico y enunciar propósitos. También supone ejecutar un rol, llevar adelante un papel en la escena pública. Y un papel por definición es algo previamente dibujado que se recibe y se ejecuta. Los roles públicos no son, en otras palabras, pretextos u ocasiones para desplegar la subjetividad, sino que son demandas para que la subjetividad se reprima en favor del papel y las expectativas simbólicas en torno a él. Por eso desde antiguo el poder tiene el rostro de una servidumbre.

Y en esa última dimensión el presidente Gabriel Boric sí que está al debe: está demasiado persuadido que su subjetividad y la forma en que la modela ante los demás, al hablar, al vestirse, al ejecutar este o aquel desplante, vale la pena. Esa dimensión de servicio que tiene el rol estatal en su sentido más profundo está ausente en él y está desplazada por su subjetividad.

Y esa sí que no vale la pena. La mera subjetividad en política equivale al vacío.